martes, 15 de noviembre de 2011

Los robots, brevemente

Santiago Ruiz Velasco

Como todo en la vida, los robots tienen antecedentes más o menos claros: está la criatura de Frankenstein, por ejemplo, y había una larga tradición de autómatas, aparatos de relojería con forma humana, maniquíes mecánicos, construidos para el entretenimiento de las cortes europeas (me imagino que también para espectáculos populares), y está el golem de la tradición judía, una figura de barro a la que se le insufla vida por medios mágicos y que queda a las órdenes de su creador. Gustav Meyrink escribió en Praga, en 1914, una novela basada en esta figura. En 1921, en la misma ciudad, Karel Čapek[i] estrenó su obra de teatro R. U. R. (Robots Universales Rossum), la primera que utilizó la palabra en toda la historia de todo el mundo (cosas extrañas pasan en Praga). Capek, escritor entrañable, divertido y poco recordado, forma parte de los que, siendo fuertes candidatos, no recibieron el premio Nobel. Se dice que fue el mismísimo Adolf Hitler el que lo impidió. Cuando, en 1938, el régimen nazi ocupó Checoslovaquia, él era considerado el enemigo público número dos, y no huyó. Tienta decir que le fue bien: murió por una enfermedad al poco tiempo.


       Pero los robots. Capek fue quien inventó el término, a partir del vocablo checo robota, que se traduce como “trabajo” (a diferencia de Meyrink y Kafka, que escribían en el alemán oficial del imperio austrohúngaro en el que se habían criado, él lo hacía en su lengua materna), con la connotación de trabajo duro, de trabajo feudal.  En la obra, el inventor Rossum crea los autómatas perfectos y pone su compañía, Robots Universales Rossum (que, casi literalmente, se podría llamar  Trabajadores Universales Rossum). Al principio le va muy bien, pero rápidamente se ve que no todo es miel sobre hojuelas: el trabajo de los robots empieza a crear problemas graves en la sociedad: hay sobreproducción, las mercancías pierden todo valor, y por supuesto un desempleo tremendo, que se resuelve haciendo a todos soldados cuando los robots se rebelan[ii]. Es decir, hay una crisis capitalista. Los robots, en su primera encarnación, son un sustituto del proletariado. Por metonimia (ocupan su lugar) son el proletariado, como si no fueran.


       Sin embargo, no es la de Capek la imagen más generalizada de los robots, sino la que se fue desarrollando en los años posteriores en infinidad de historias, en la literatura, el cine, la tele y el radio (y en otros medios), y que tiene como paradigma la obra de Isaac Asimov, en particular la colección de cuentos Yo, Robot, de 1950: máquinas inteligentes, conscientes incluso, con o sin aspecto humano, obligadas a seguir las “leyes de la robótica”, que para ellos son leyes naturales, no pueden violarlas como uno no puede violar las leyes de la termodinámica, y también son tres, a saber:

1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes.

       En otras palabras, el robot está para servir y obedecer. En otras palabras, es algo entre un siervo y un obrero, visto desde una humanidad cómoda y sin mayores preocupaciones —una humanidad aristócrata—. El robot es, mejor dicho, un esclavo, y Asimov el amo (como ejercicio, cámbiese la palabra robot por la palabra negro en las leyes citadas, o en un cuento entero de la colección).  Creo que es claro que no estoy diciendo que Asimov haya sido esclavista ni racista ni nada de eso. Es sólo que no considera a los robots humanos, del mismo modo en que algunos apologistas de la esclavitud no consideraban humanos a los que no fueran europeos, o en que los capitalistas de caricatura no consideran humanos a los obreros —y no es coincidencia que los personajes de Asimov evoquen caricaturas, pero ese asunto es otro—. En el fondo, ¿qué tiene de raro? Son sólo herramientas, sólo máquinas, ¿no?


       La tercera parada de esta historia debería ser en 1968, cuando Philip K. Dick publicó ¿Sueñan los androides con ovejas electrónicas?, pero en realidad es en 1982, cuando salió la versión fílmica, Blade Runner, dirigida por Ridley Scott (porque pienso que la película es mejor que la novela, y me acuerdo más. De paso aclaro que escribo muy de memoria y si algún dato está mal es por eso). Los robots, llamados replicantes, son humanos sintéticos, casi indistinguibles de los naturales y perfectamente capaces de integrarse a la sociedad como si nada, por lo cual están prohibidos en la Tierra y son mandados a las minas de algún planeta lejano (Marte, si no me equivoco). Algunos se escapan y regresan, hay una clase de detectives especializada en encontrarlos y “apagarlos” (ellos son los Blade runners). En la película, uno de ellos (Harrison Ford) busca un grupo de robots fugitivos y se narran las peripecias que pasa para encontrarlos. Me las salto porque lo importante es el final: el replicante más malo, el más radical, el más violento (Rutger Hauer), salva al detective antes de morir, y tiene un monólogo buenísimo. El robot, de pronto, es más humano que el humano mismo; por otro lado, a lo largo de la historia se genera la duda de si el detective no es “en verdad” un replicante.


       Seguramente es coincidencia, pero en algunas variedades del inglés, el nombre del detective, Deckard, se pronuncia casi igual que Descartes (algo como Déicard). Dick era californiano, y allí se pronuncian distinto, pero alguna vez se lo oí a un inglés y no sabía de cuál de los dos hablaba. La gracia es que tiene sentido; el dicho más famoso de Descartes es “pienso, luego existo”. Lo que nos debe llevar a pensar acerca de los robots literarios: les pasa exactamente lo mismo.  El replicante de Blade Runner es el sujeto cartesiano por excelencia, y la imagen cartesiana del sujeto es la base de la idea misma de sujeto como lo entiende la ciencia política actual: es el sujeto liberal emanado de la Ilustración, la raíz del self-made man americano. Lo cual no deja de ser paradójico.

            Pero dejemos la paradoja fácil a un lado (sería decir que los sujetos libres como se entienden son en realidad robots), y vayamos por la bonita, que los robots son sujetos libres. En Corea del Sur recientemente aprobaron un código de conducta para con los robots, en caso de que tengan conciencia; no sé cómo sea, en ningún detalle, pero sé que, en el fondo, es que hay que tratarlos humanamente. En países tan mal desarrollados como este, la idea suena ridícula. Pero no carece de sentido. En el fondo, si una máquina es consciente, ¿qué buena razón existe para maltratarla? ¿Es el ser humano superior? No (la máquina calcula mejor, corre más rápido, llega más alto —para eso se hicieron—), pero ese no es el punto: el punto es más feo: objetivamente, no hay ninguna diferencia: uno es máquina, es el fruto de una serie de interacciones complejísimas —pero mecánicas— de montones de moléculas que se organizaron de cierto modo —complicadísimo— y que, por una especie de azar, resultaron ser uno mismo. Uno es —como la criatura de Frankenstein— fragmentos de otros seres vivos (mi ADN es cachos de los de mis abuelos. El asunto es más complejo, en realidad, pero no lo entiendo bien).


       Dick regresa a los robots a su prehistoria, a Frankenstein. La criatura sólo quería un abrazo: era un ser perfectamente humano, eso es lo que aterrorizó a su creador y a fin de cuentas lo llevó a perseguirlo por el polo norte. Es lo que pasa cuando un maniquí te devuelve la mirada. El problema que queda es el siguiente: si los robots son en realidad humanos —o viceversa—, ¿por qué los seguimos viendo desde arriba?



[i] Se pronuncia “chapek”, y no vuelvo a ponerle gorrito a la C, con disculpas
[ii] Hay dos novelas de Capek, La fábrica de absoluto y La guerra de las salamandras, que recrean con un excelente humor crisis del mismo estilo. No vienen al caso ahorita, pero sí recomendarlas.

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