martes, 1 de noviembre de 2011

Yo te amé en el psiquiátrico

Ainhoa Vásquez Mejías

Tengo en mis manos un libro de fotografías y textos que visibiliza de manera bastante fiel la realidad de los habitantes del psiquiátrico de Putaendo. Este libro, titulado El infarto del alma y publicado en 1994 como un proyecto conjunto entre la escritora Diamela Eltit y la fotógrafa Paz Errázuriz, por primera vez me obliga a considerar la existencia de esa realidad “otra”, ajena, como un territorio que también me pertenece. Entre sus páginas veo cuerpos que han sido “docilizados” (teorizando según el concepto de Michel Foucault) y que, aún así, son portadores -a través de pequeños gestos- de una felicidad inconmensurable. Cuerpos dóciles, disciplinados y encerrados en un sistema que pretende transformarlos definitivamente en restos, pedazos de aquellos que alguna vez fueron sujetos. A la par, veo chispas de rebeldía, sonrisas, manos entrelazadas, parejas abrazadas en la urgencia de la carne, que aún exhiben en sus rostros pequeños signos de libertad.

     
     A simple vista: cuerpos residuales, muecas vacías, miradas extraviadas. El cuerpo, considerado una herramienta política, de trabajo y reproducción, se encuentra reducido a lo mínimo. Cuerpos inútiles, estorbos para el Estado. Su única alternativa de subsistencia parece ser el encierro obligatorio y la docilidad a las leyes impuestas por las autoridades del psiquiátrico, la delimitación y puesta en orden de los pensamientos desvariantes: “el delirio como síntoma maligno de una improductividad”. 

     Enfermos mentales, locos, desequilibrados, también enfermos y asesinos, cuerpos depositados y recluidos en un espacio común, un lugar que confina a todos aquellos considerados “peligrosos”, a todos quienes se manifiestan en contra de las normas sociales, sujetos inútiles e improductivos. La invalidación del rebelde como persona y actor social: “El pueblo recibió a un masivo contingente de desertores sociales que habían emprendido una feroz huida de sus condicionantes familiares, que habían manifestado su disconformidad con el reloj de la industria, que habían demostrado su descontento con la escuela”.

     Seres, ajenos a la moral común y a las leyes sociales, considerados un riesgo para la comunidad y, por tanto, prisioneros en un punto en que pueden ser controlados y vigilados de forma continua. En el psiquiátrico de Putaendo quedaron encerrados, así, los sujetos más peligrosos socialmente, hombres y mujeres incapaces de servir a la sociedad y respetar las normas impuestas, los llamados orates, dementes, sobre los que hubo que ejercer una rigurosa disciplina corporal con el fin de transformarlos definitivamente en los cuerpos dóciles que hoy reconozco en el libro.

     
     Sé que todos han sido expuestos a sometimientos corporales de distintos orden. Sé que muchos han sufrido  mutilación de órganos, principalmente las mujeres, de quienes han arrancado el útero para que su improductividad social no se reproduzca: “Le baja una cicatriz a la altura del ombligo. Comprendo en ese instante que observo la marca histórica y obligatoria que se oculta en el cuerpo de algunas mujeres dementes, de esas mujeres que perdieron todas las batallas familiares. Cuando nos muestra su cicatriz, lo que en realidad enseña es la huella de su esterilidad, de la operación antigua y sin consulta que le cercenó para siempre su capacidad reproductiva”, señala Diamela Eltit. Mutilación del cuerpo femenino como medida para controlar la perpetuación de esa casta maldita, la continuación de una estirpe “enferma”. Se vuelve imperante evitar el nacimiento de más sujetos-residuos, la comunidad necesita mentes y cuerpos productivos.

     Mutilación y narcotización. La bienvenida es la cirugía, el ritual iniciático, la aplicación de fármacos. Hombres y mujeres deben consumir fuertes dosis de medicamentos con el fin de controlar sus estados de ánimo impetuosos y posibles connatos de rebeldía. Cuerpos precarios, deformados por la medicina, babeantes. La enfermedad se lleva impregnada en el cuerpo como marca social. Así como la tuberculosis, el sida o el cáncer moldean el cuerpo con los signos de la enfermedad, los cuerpos de los habitantes del psiquiátrico son moldeados por la sociedad a través de estas drogas. El cuerpo como signo de su trastorno, estigma cultural.

     El resultado lógico es la consiguiente incapacidad comunicativa. Los fármacos no permiten pensar, creer, proyectar. El lenguaje se transforma en metáfora del cuerpo en su precariedad. Inválidos de su propia lengua, no son capaces de articular oraciones completas o bien formadas, analfabetos de sus propios pensamientos, no logran subvertir la represión corporal mediante la palabra. Balbuceos, tartamudeos, repeticiones: complemento del cuerpo fracturado.  

     
     Finalmente, el vestuario, último vestigio de individualidad, termina por ceder también al adiestramiento. Mujeres y hombres vestidos con los mismos trajes, anulación de la identidad sexual en pos de la masificación entre géneros. Mecanismo de indistinción: todos son cuerpos residuales, no productivos, estorbos. Su punto de unión: cuerpos desechables, deformados, mutilados, “dóciles”. Sus alternativas: la muerte o el encierro.

     A segunda vista: la subversión, el amor, la rebeldía, la metáfora del siamés. Si uno solo no puede contra el mundo, tal vez entre dos sea más sencillo. Ese encuentro con el cuerpo del otro, la unión del cuerpo mutilado con su contraparte, el resto que ha sido amputado. Como dice Eltit: “Aferrados a una inexplicable cercanía, conectados estrechamente por el paso del cuchillo en el estómago que los hace el uno para el otro, sólo el uno para el otro, pues uno y otro ya sea por la operación o por el encierro definitivo, enfrentan el fin de su especie genética”. Los cuerpos truncos se reconocen en una unidad indisociable. Siamés, uno para el otro, uno con el otro, confusión del Yo y los límites corporales.

    
     En el libro El infarto del alma, Platón se hace presente. Estos cuerpos incompletos, mutilados buscan su mitad perdida como forma de recuperar los propios. Al fundirse en el cuerpo del otro se desacata la docilidad impuesta, se destruyen las reglas sociales que castigan el amor de los enfermos, “la parodia amorosa se reitera entre los asilados como un espectáculo íntimo cuya única utilidad es contradecir su diagnosticada enfermedad”. Subversión a lo arbitrario y manifiesto amoroso. Las fotografías captan –en medio de los rostros deformados, uniformados y docilizados– un abrazo, un beso, manos entrelazadas y miradas enamoradas que existen más allá de la enfermedad. Sonrisas que al ser compartidas con otros se transforman en signo de libertad.


     Yo también quiero amar como los locos, pienso. A mi encierro también le urge esa liberación a través del reconocimiento con el otro, de mi propia fragilidad en la precariedad de mi doble. Y es esa la rebeldía más pura, cuando el cuerpo dócil, improductivo, se vuelve productor, útil, fértil en un terreno común. Y la uniformidad se convierte en arma y ya no es parte de esa represión corporal a través de la mutilación y narcotización. Se transmutan en uno por voluntad propia, porque en ese espacio que sólo ellos comparten no importa la racionalidad, el trabajo, las responsabilidades, el mundo de afuera, sino lo visceral, lo sentimental, el amor en su estado más puro e inocente, todo aquel romanticismo que socialmente se considera inservible. Y a ellos no les importa. Viven ajenos a nuestras miradas, a nuestros comentarios. Envueltos en su propia fantasía el resto de difumina. Y en un gesto de sublevación a las normas, las imágenes retratan las bocas babeantes que se besan… En las fotografías de Paz Errázuriz y el texto de Diamela Eltit la marca final es el amor, esa sonrisa, caricia, abrazo. El infarto del alma como la constatación final de que estamos vivos.


1 comentario:

  1. Me dieron muchas ganas de leer el libro, gracias por la columna

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