viernes, 2 de marzo de 2012

Sopa para uno

Ainhoa Vásquez Mejías


La frase que recuerdo haber escuchado con mayor frecuencia durante mi infancia fue la de “ponerle más agua a la sopa”. Eran tiempos difíciles. Chile aún no se recuperaba de la crisis económica del ’82 y, aunque el gobierno militar ya había bajado en alguna medida las persecuciones, el clima de miedo permanecía inmutable y las reuniones sociales seguían siendo mal vistas. Eran los últimos años de la dictadura, pero en ese entonces, nosotros no teníamos cómo saberlo. Mi familia, una familia de clase media, se componía en su núcleo más cercano por mis padres – ambos periodistas y opositores al régimen – mis abuelos maternos y paternos que sin tener mucho dinero siempre se esforzaron por comprarme el último juguete de moda, una tía materna que acababa de llegar del exilio en Italia y yo, hija única hasta los cinco años, la nieta menor de mis abuelos maternos y la única de la familia de mi padre.


Nunca fuimos pobres y nunca comimos sólo sopa, pero por alguna razón que nunca entendí bien, mi mamá adoptó esa frase como una consigna o un estilo de vida. En mi casa siempre circulaba mucha gente a pesar de la prohibición. Mi papá llamaba un poco antes de la cena para avisar que iba con amigos y mi mamá, recién llegada del trabajo, cansada aunque nunca se le notara, le respondía siempre con la misma oración: “no te preocupes, que vengan, le ponemos más agua a la sopa”. Recuerdo que la primera vez que le pregunté el porqué de esa enigmática seña – debo haber tenido no más de cuatro años – ella se rió un rato y me dijo que era una forma de compañerismo, que mucha gente que no tenía dinero comía sopa porque era lo más barato y cuando llegaba alguien extra a esa escasa comida, como una manera de demostrar que era bienvenido, se rellenaba con agua la sopa que se estaba preparando. Claramente quedaba desabrida, hasta parecer agua caliente más que un plato, pero que obedecía a un sentido de solidaridad. Donde come uno comen dos, donde comen dos comen tres y así sucesivamente. “Podríamos decir freímos otro huevo y el sentido sigue siendo el mismo”, me contestó.


Muchas veces escuché la misma frase a mis abuelos y mi tía. En el infaltable almuerzo familiar de los domingos, organizado casi siempre por mi abuela materna, empezaron con el tiempo a sumarse otros participantes: amigos que volvían del exilio, otros que se fueron quedando solos con la muerte de sus familiares cercanos, mis hermanas pequeñas, las novias de mis primos… llegó la democracia (o lo que entonces se creyó que sería la democracia) y las reuniones sociales volvieron a ser permitidas. Ya no había que esconder el hecho de que en un mismo espacio coexistieran más de diez personas y la inminente posibilidad de derivar la conversación en asuntos políticos. Nuestra rutina familiar, sin embargo, no varió sustancialmente en un comienzo, cada vez llegaban más personas los domingos, las navidades, los años nuevos, la familia se fue expandiendo, conocimos a otra tía que vivía en Australia – primero por culpa del exilio y luego por voluntad propia – con sus tres hijos y su esposo, los amigos de mis papás siguieron visitando mi casa, aún teníamos ganas de seguir cantando, ya no tan bajito, “El pueblo unido jamás será vencido” en la guitarra de mi mamá y siempre hubo agua para ponerle a la sopa, aunque nunca comiéramos sopa.



            A veces pareciera que ha pasado toda una vida desde aquel entonces. Mis abuelos murieron, mi tía conoció a un músico que ahora es su pareja, mis primos tuvieron hijos y formaron otra familia con las que hoy son sus esposas, mis dos hermanas crecieron, algunos amigos se separaron de nosotros y yo me fui a estudiar a otro país. Al regresar a Chile no volví a la casa paterna y, aunque armamos otro tipo de ritos familiares y la comida del domingo se trasladó a los sábados, cada vez quedan menos integrantes y la guitarra sólo se saca para ocasiones especiales. Generalmente somos los cinco sentados a una mesa bien adornada, tomándonos un café de bajativo mientras conversamos de política y educación – la charla recurrente de este último tiempo – y a veces nos da por recordar con cariño y nostalgia esos días en que la cocina ardía de platos distintos y en la casa de mi abuela se escuchaban mezcladas las risas de todos.



Ahora todo ha cambiado. En lugar de la gran casa familiar tengo un pequeño departamento de una habitación en el que vivo con mi gato. Lejos de relacionarme con los vecinos, conversar con ellos, preguntarle por sus vidas o tomarnos un café, nos topamos en el ascensor sin siquiera mirarnos. Muchas veces los saludo pero nadie contesta. Ninguno de los conserjes se sabe mi nombre ni en cuál de los cien departamentos del edificio vivo. Las reuniones clandestinas y las charlas profundas sobre el sentido del mundo y el futuro de Chile se han reemplazado por las fiestas en que la consigna es tomar hasta morir. En estos casi dos años que llevo viviendo acá mis papás me han visitado tres veces y mi tía sólo una. Mi departamento es muy pequeño para recibir gente mayor, se justifican. Mis hermanas, en cambio, vienen seguido y traen a sus amigos y sus novios y, aunque la casa sea chica, siempre nos arreglamos. La familia de los domingos, muchas veces, son los amigos. Los almuerzos son en las noches. 



Los días lunes camino por los supermercados buscando provisiones para mis comidas de la semana y echo en el carrito varias sopas para uno. Vivo sola y tengo poco tiempo, no sé siquiera si sea tener poco tiempo o querer darme poco tiempo para preparar algo elaborado, pero las sopas para uno responden a mis necesidades urgentes. Son baratas, ricas, simples de hacer, simples de comer. Dejo el agua hirviendo, se lo hecho a la “Maruchan” que haya escogido (pollo, carne, camarones o camarones con chile piquín), la dejo hidratarse entre tres y cinco minutos y queda lista. Fácil y rápido. Nunca me ha gustado almorzar sola y creo que tal vez es por eso que he elegido esta sopa como el plato recurrente. Mientras miro la televisión o leo un libro aprovecho para comer. Sería difícil ponerle más agua a esa sopa pero no por ello dejaría de intentarlo si alguien llegara de sorpresa.

No sé si mis recuerdos obedezcan a los de mi generación, nunca he preguntado a mis amigos si sus padres usaban la frase cuando se unía otro comensal ni si acostumbraban pasar los domingos en familia. Casi todos viven solos al igual que yo y sé que la mayoría de ellos visita a sus papás no más de dos veces al mes. Sin embargo, tiendo a creer que esta historia no es sólo la mía. La sopa para uno no existía en los años ochenta y las sopas familiares que alcanzaban para cinco porciones ocupaban varios estantes del supermercado. Finalmente, la sopa termina siendo no más que un clishé, la excusa para hablar del aislamiento, de esa desconexión con la familia, los amigos y la sociedad que sobrevino con el tiempo, con el suceder de los gobiernos de centro izquierda que trataron de conformarnos con una democracia egoísta y de tintes capitalistas. Y tal vez fue en ese momento cuando perdimos la complicidad de un puesto más en la mesa, la solidaridad de la sopa rellena con agua hirviendo. Quizás fue antes y yo no quise darme cuenta, puede ser también que haya sido mucho después, con la muerte de una etapa. Es imposible determinar ese punto exacto en que perdimos la comunicación esencial y nos fuimos quedando solos.

A modo de epílogo

Mientras escribo y recuerdo esos días de reuniones, esos domingos como hoy en que la casa de mi abuela estaba llena de gente y la mesa cargada de los platos preferidos de cada uno, cocinados desde hacía tres días por sus propias manos, mi hermana me llama por teléfono para preguntarme si puede venir a almorzar a mi departamento con su novio. Le respondo que claro, que vengan no más, que siempre puedo ponerle más agua a la sopa y ella, con extrañeza, me pregunta si es eso lo que les voy a dar de comer.



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