martes, 3 de abril de 2012

Todos nos llamamos Daniel


Ainhoa Vásquez Mejías

A Daniel lo torturaron. Le apagaron cigarrillos en el cuerpo, le arrojaron piedras en el estómago y la cara, le arrancaron parte de una oreja, le rompieron una botella en la cabeza, le quebraron una de las piernas, lo golpearon hasta dejarlo completamente inconsciente y le marcaron tres cruces esvásticas con vidrio en la piel.

Daniel tenía 24 años y era homosexual. Hasta el momento los cuatro sujetos que lo atacaron el 3 de marzo en el Parque San Borja – supuestos neo-nazis a la chilena – dicen que la agresión fue producto de una confrontación. La opinión pública y los familiares cercanos, en cambio, aseguran que lo torturaron por su orientación sexual.


Mireya, una travesti que vive cerca de mi casa, también fue golpeada hace algún tiempo. Mireya debe tener cincuenta años, quizás menos, pero el tiempo ha hecho estragos en su rostro que se ve cansado a pesar del maquillaje. Mireya es maravillosa, siempre vestida con lentejuelas y tacones, muchas veces me ha acompañado desde el metro hasta mi casa para cuidar que no me pase nada en el trayecto.

Una noche la encontré tirada en la mitad de la calle, el vestido rasgado y sin sus zapatos de cenicienta. Estaba semiinconsciente y su cara manchada con sangre. La ayudé a ponerse de pie, la acompañé hasta su casa porque por más que intenté no quiso ir al hospital. No me habló casi nada hasta que llegamos. Le pregunté qué le había pasado y me respondió que la atropellaron. Aunque de inmediato supe que era mentira, bastaron pocos minutos para que ella misma me lo confirmara.

Ella, que tantas veces me había cuidado, no pudo hacer nada para protegerse. A Mireya la golpeó un cliente. La ató de pies y manos para que no pudiera moverse, la amordazó para que no gritara, la violó, la pateó, apagó cigarros en su piel y luego la tiró en la mitad de la calle. “No sé quién era, pero incluso si lo supiera quién me iba a hacer caso a mí”, me respondió cuando la insté a que lo denunciara.

Y probablemente tenga razón. ¿Quién la iba a escuchar a ella? Travesti, prostituta y pobre. La trilogía que la sociedad chilena no perdona. La condena del silencio y la impunidad. La justicia sólo es para algunos: los poderosos. Daniel Zamudio, en cambio, tuvo un poco más de suerte en ese sentido, aunque las consecuencias sin duda fueron mucho peores. Daniel era joven – muy joven – lindo, culto y con un poco más de recursos económicos, condiciones que no le sirvieron de nada a la hora de la tortura, pero que sí le pueden servir ahora que todo el mundo ha vuelto los ojos hacia este lugar del mundo para pedir justicia.

Mireya y Daniel son víctimas de un sistema homofóbico que no tolera las divergencias ni de pensamiento ni de orientación sexual, pero también de un sistema que dice reprobar la violencia física aunque no haga nada para que ello cambie y que nos somete de manera constante a otros tipos de violencia: sicológica, económica, política. La diferencia entre ambos es que Mireya vivió para contarlo aunque nadie quiera escucharla y Daniel murió después de 25 días de intensa agonía en la que todo Chile se involucró, opinó y juzgó.

El hecho de que los culpables (Raúl López, Alejandro Angulo, Patricio Ahumada y Fabián Mora) sean o no neo-nazis algo dice de la situación en Chile, pero también algo nos esconde. La agresividad como propiedad de algunos, la excusa para no ver que estamos inmersos en un régimen de violencia y que nadie puede hacer mucho para ello cambie. Ninguno de nosotros está a salvo, independiente de nuestra condición sexual.
Hace algunos años le tocó morir a Alejandro Inostroza, un ciclista que transitaba de noche por el Parque Pedro de Valdivia. Su agresor – Aaron Vásquez – no era un neo-nazi, Inostroza no era homosexual, sin embargo, tuvo que morir asesinado a palos para que otra vez se retomara el tema de la crueldad. Pedro, mi amigo de la infancia, heterosexual, también fue atacado por un grupo de cinco neo-nazis hace algún tiempo. Sin motivos aparentes, pero con una bestialidad digna de película gore, lo dejaron inconsciente y al borde de la muerte en la puerta de su casa. Sin muerte no hay palabras. Pedro sobrevivió, sus atacantes siguen hasta hoy caminando impunemente y en el más absoluto anonimato.

La agresión como un medio de desquite, la venganza contra un Estado que oprime, sin que nadie posea las herramientas necesarias para acabar con ello. Los más débiles pagan las consecuencias, sin embargo, todos somos víctimas, también lo son aquellos agresores que a falta de palabras o espacios para gritar u oponerse deciden utilizar las manos, los pies y la rabia contra otros que también están viviendo la misma frustración e indignación.

Quizás sea por eso que me ha chocado tanto escuchar a mis propios amigos, muchos de ellos homosexuales, hablando de venganza y sangre. Es cierto que Daniel, Mireya, Alejandro y Pedro merecen que alguien pague por el ataque pero la pena debe ser la cárcel, no más violencia. Mi amiga y profesora Rubí supo poner en palabras lo que me venía dando vueltas hace rato y no sabía bien cómo expresar. Estamos viviendo un clima de agresividad extrema donde el crimen se ataca con otro crimen, donde pareciera que ya no basta con la condena sino que el asesinato debe expiarse con la muerte de los culpables. Pero la muerte sería el recurso fácil y volveríamos a insertarnos en un círculo vicioso que no trae soluciones sino sólo más sangre.

Asesinar a los agresores, torturarlos, violarlos, no va a traer de regreso a Daniel, tampoco lo va a hacer las bromas constantes sobre la piel morena de los agresores neo-nazis, ni la humillación pública. Pero al menos sí se debe buscar la tranquilidad para esa familia que hoy llora su pérdida, para los miles que vieron su reflejo en Daniel. Tranquilidad que se puede encontrar en la promulgación de leyes antidiscriminatorias, en políticas de Estado que promuevan la empatía y solidaridad entre todos.

Y es que, si algo nos deja de lección su muerte, es que nadie está exento de sufrir este tipo de agresiones, y la solución – si es que hubiera algún modo de reparar todo el daño o al menos prevenirlo en el futuro – no está en el continuo derramamiento de sangre ni en la condena a muerte, sino en esa posibilidad que hemos perdido de ponernos en el lugar del otro, entender qué es lo que pasa por la cabeza de los agresores, de quienes piensan que la única salida a la frustración es el ataque a otros igualmente indefensos y decepcionados. Terminar de una vez con el mito victimológico y comprender que todos somos víctimas: del sistema, de los otros, del gobierno y, desde ahí, empezar a buscar formas novedosas de enfrentar los miedos y el sabor amargo del fracaso de esta sociedad que ha perdido el horizonte.

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