lunes, 2 de julio de 2012

Que no te cierren el bar de la esquina


Ainhoa Vásquez Mejías


“Era un café de mierda pero era nuestro café de mierda”, me dijo la Carmina el día que cerraron el “Caburga”. Después me habló de todas las veces que terminó y se reconcilió con su novio ahí, de todas las veces que invitó a sus ayudantes a comer, de todas las personas que conoció y los amigos que hizo, de cómo se llamaban los meseros… Yo no iba para allá frecuentemente, pero entendí perfecto esa sensación de orfandad que sobreviene cuando al día siguiente pasas por ese café, por ese bar, que es parte de tu historia y que de un momento a otro ya no está más. Pensé entonces que cada uno podría contar su vida en base a los bares que ha amado y que, en vista de que el tiempo es implacable, hoy ya no existen.

Mi primera vez fue con “La estrella”. Tenía dieciséis años y me juntaba ahí con mis amigos todos los viernes a la salida del colegio. Era un bar de mala muerte, chico, encerrado, con poca luz y mal olor. La cerveza casi siempre estaba caliente pero algo indescriptible nos unía a él. Quizás fueran nuestros amigos obreros que construían en ese entonces lo que terminó siendo un edificio de veinte pisos y que, cada fin de mes, pagaban las rondas de alcohol, argumentando que les recordábamos a sus hijos. O las conversaciones sobre arte con ellos que concluían a menudo con la gran sentencia pronunciada por el obrero más joven: “yo no sé qué le encuentran de artístico a la Mona Lisa si ni siquiera tiene una tetita al aire” y nuestras risas borrachas.

Un verano “La estrella” ya no estaba más. Coincidió con el regreso de las vacaciones y nuestra entrada a la universidad. Por ese tiempo también se disolvió el grupo, nos peleamos por cosas que ya no recuerdo y nunca más volvimos a vernos. Más de una vez he pasado por ahí y, con la nostalgia de siempre, pienso en que el cierre del bar no fue sólo la clausura de un espacio físico sino el fin de mi adolescencia. Con el tiempo supe que durante la dictadura - antes de ser nuestra “Estrella” - había sido un bar donde ocultaban armas los del MIR poco antes del atentado a Pinochet; una historia que me hubiera gustado contarle a mis amigos y a los obreros. Hoy es un restaurante de tragos preparados y comidas exóticas. Lo agrandaron bastante y si tiene poca luz ya no es por contingencia sino por estilo. Supongo que a los nuevos visitantes les agrada comer iluminados por la velas. Para los demás sólo queda el recuerdo de nuestro bar de cerveza barata y conversaciones sobre arte antes de la madrugada.

Y es que como diría Cortázar respecto al amor, uno no elige. De pronto viene ese rayo que te cala los huesos alcohólicos y te deja – literalmente – estaqueado en el patio de la ebriedad. Sin saberlo ni planearlo ya te enamoraste de ese bar sin razones ni argumentos. Lo bueno de todo esto es que la vida cíclica te lleva a conocer nuevos lugares y existe la capacidad de amar también por segunda vez. Algo así me pasó más tarde con “El Dante”. No recuerdo cómo ni por qué llegué a él, a sus mesas de plástico, a sus papas fritas grasosas, al cariño de otra gente con quienes nunca hubo más que pequeñas discusiones sin sentido y que nunca han interferido en la relación de años. No sé cómo fue pero sucedió.

Tardes que comenzaban a la hora de almuerzo y finalizaban en la madrugada del día siguiente. Tomás y yo de anfitriones de amigos que se rotaban constantemente durante toda la noche. Algunos que llegaban con citas concertadas, otros de sorpresa y otros tantos por simple casualidad. También por esos días conocimos a un egipcio que acababa de llegar a Chile por amor, que apenas hablaba castellano y se ganaba la vida vendiendo chucherías. Varias veces lo invitamos a sentarse con nosotros y compartir una cerveza y un cigarro. El egipcio fue el lector silente de mis primeros poemas y un gran compañero en las noches en “El Dante”.

En “El Dante” me enamoré, me besaron, me quisieron y me olvidaron, una vez me pidieron matrimonio, le tiré la cerveza en la cara a un borracho insistente, conocí a mi mejor amigo y descubrimos que éramos vecinos, celebré millones de acontecimientos propios y ajenos, leí más de cincuenta libros, escribí más de cien páginas, conversé de filosofía, política, economía, religión, literatura, fútbol y hasta de física un sinfín de veces. En “El Dante” me tomé por lo menos quinientos vasos de cerveza en más de cinco años. Tanto tiempo debimos pasar en el bar que cuando me fui a estudiar a México los dueños me lo prestaron para hacer ahí mi despedida. Amigos de todas las épocas vinieron a despedirme. También en “El Dante” se cerraba otra etapa de mi vida.

Años más tarde, al volver a Chile, mi bar seguía en el mismo lugar de siempre y mantenía su nombre pero ya nada era igual. La cerveza se había convertido en vino, las papas fritas grasosas en tablas de queso, las mesas de plástico en mesas de madera, los meseros amigos en jóvenes extraños. Quise pensar entonces que ese lugar se había transformado conmigo, que había crecido conmigo, que en definitiva, se había adaptado a mis nuevas necesidades. Los borrachos solemos ser egocéntricos y buscar excusas para soportar los cambios y seguir bebiendo. Pero esta vez no lo logré, aunque hice mi mejor esfuerzo y me mantuve fiel a él durante varios meses. Un día, también casi por azar, llegué a “El bar de René” y mi cariño irresoluto conoció un nuevo amor a primera vista.

Ahora, con la Chachi y Daniel vamos todos los viernes, sagradamente, a tomar ahí. La música rockera a veces me recuerda que llegué tarde a la juventud pero la cerveza deslizada a través de la barra por un desconocido me hace sentir parte de algo. Casi no tiene mesas y siempre está repleto de gente de pie. Terminar hablando con extraños resulta lo más natural del mundo. Hay varios que van solos y no puedo evitar preguntarme por sus vidas. Los enfrento, les hablo, he perdido la timidez. He hecho amigos nuevos y me he reencontrado con otros a los que no veía hace años. Cada viernes al salir de ahí, camino hacia mi casa lo que duran dos canciones en mis audífonos, pensando que soy una persona de costumbres y rituales.

Alguna vez fue “La estrella”, luego “El Dante”, hoy es “El bar de René” pero es imposible saber cómo se llama el de mañana. Nada es para siempre y sospecho que crecemos al ritmo de clausuras, inauguraciones y descubrimientos de nuevas mesas y nuevos barman. No es por nada que las series norteamericanas llegan a su fin también con el cierre del bar o café que los acogió durante todas las temporadas. “Friends” termina con el cierre del Central Perk, así como probablemente ocurra lo mismo con el McLaren's de “How I Met Your Mother” y vuelva a suceder lo mismo con el bar que congrega por estos días mis horas de ocio, mi propia serie no televisada. Los bares son como las casas, dan ganas de quedarse pero cada cierto tiempo se hace inminente la mudanza y, por suerte, siempre habrá un bar de la esquina que esté abierto al pasar por afuera. Al menos eso es lo que quiero creer y prometerle a la Carmina para que deje de estar triste porque le cerraron su café de mierda.


6 comentarios:

  1. es bonita tu prosa redondita.
    muy cuidada, armoniosa y refinadita.

    aunque también extraño un tanto la violencia,
    el a-brupto cort-e
    tanto en la prosa como en el bar

    no le haces justicia poética al "ritmo de las clausuras"

    el anónimo

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  2. dirás que es crónica cotidiana y no poética eltitiana,

    preguntaré si ahora en tu mente alocada,
    buscas por orden alfabético el nombre del anónimo,

    y si acaso podrás dormir sin saber más nada.

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  3. Hermosas tus letras. Cierto lo que dices. Y hermosa tú, por supuesto.

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  4. Lindo, lindo, tu texto me transporto , gracias

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  5. Ainhoa, tan cierta tu mirada,tan verdaderas tus palabras, salvo por una pequeña cosita... ese grupo de amigos adolescentes de la Estrella, no se diluyó, contra nosotros (y aunque cueste) no ha podido ni el tiempo, ni la distancia.
    Un abrazo

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