viernes, 5 de octubre de 2012

Carnaval, redes sociales y algunas vaguedades sobre lo cursi

César Cortés Vega



1. Democracia.- Antonio Gómez Robledo, el célebre socrático mexicano, lo decía de nuevo, remasterizado y salival, en la boca de José Antonio Alcaraz: lo cursi es lo exquisito fallido. Buena definición que no hay por qué no volver a repetir acá. Tampoco habrá que tener reparo en decir que mucho de lo que se produce bajo la sombra de “capitalismo cultural” es una continuación de los pasteles de boda o de los pueblitos de porcelana o de los personajes de caricatura tallados en madera que todos nosotros hemos apreciado alguna vez, aunque sea por pura voluntad desmadrosa. El modernista veracruzano Carlos Díaz Dufoo ya elevaba lo cursi a una forma de arte que fracasaba en la medida de su propio triunfo, producido acaso por un creador incapaz de darse cuenta de que lo suyo ya conduce sus carros alegóricos de ensueño por la carretera de la incapacidad colectiva en la que el arte enfila también a sus reses disfrazadas. "Lo cursi es un éxito que fracasa” decía Dufoo. Agrego, una señal de que se vive a expensas de la exaltación vista por la rendija de la mezquindad. Y es que mucho de lo que intenta no ser cursi, termina también por parecérsele, gracias a que si bien lo novedoso describe lo no convencional, también señala lo inacabado. ¿Por qué habríamos de sorprendernos por una propuesta nueva, sino justo porque nos habla de una carencia antecedente? El sentido común, ya lo sabemos, tiene mucho de lugar común.

Alcaraz


Volviendo al gordo Alcaraz -esa especie de buda enojado que te odiaba con amor musical- me queda claro que lo suyo era a veces explosivo; colocaba sus ojos saltones sobre los que éramos sus alumnos, la mira justo en el centro de tu frente. Lo que deseaba era chingar, claro, mientras cándido afirmaba con la cabeza y en silencio lo que decía. Lo podría haber soltado así: Hay algo más. Si hay que ponerle ejemplos a lo cursi, podemos tomar también a los punks, al hiperrealismo, a los poetas, al “fridakahlismo” e incluso a muchas clases de vanguardia sacada de las mangas de algún roñoso oportunista. Era inevitable el sonrojarse un  poco mientras al oírlo tensabas, sin darte cuenta, los músculos un poco más.


Festival de locos. San Miguel de Allende.
 
Y lo recuerdo acá porque me pareció que lo que decía se aplicaba muy bien a algunos debates en las redes sociales que en lugar de enfilar su artillería sobre los problemas graves de política nacional que todos conocemos, reclamaban algo ridículo e improbable: panegíricos minimalistas de productores relampagueantes, empeñados en gomosas batallas, defendiendo tonterías o lógicas literarias acomodaticias para la trascendencia y el recuerdo de álbum. Algo así como el estilo de un chismógrafo a duras penas culterano, un cuadernito con dibujos al costado como collage televisivo, un diario de anotaciones con las fechas escritas en letra glamorosa, realizado por criaturas que si bien han leído lo suficiente como para sobresalir con frases pirotécnicas de la masa que usa la red para poner fotos de sus borracheras o el sabor del tamal que engullen, son parte de un conjunto que también evoluciona gracias a las pasiones humanas más confusas. Detrás de muchos publicistas de sí mismos se esconde un conservadurismo que pasa por mero sentido común. Hay ahí una abyección animal en estado puro muy parecida a la de nuestros nobles artistas que defienden con la careta de la honestidad, argumentos del siglo XIX. Claro; en la obra generada para la trascendencia no se busca la perfección sino, en todo caso, la ilusión de sinceridad y el secreto deseo de ser consumido a toda costa. Por eso lo producido ahí es cursi; porque descuida los objetivos y muestra aspavientos con el fin de ocultar que el centro de su deseo pretendido está hueco. Más allá de lo meramente formal, lo cursi está basado en una confusión que mezcla –como en todo gran problema humano- los fines con los medios.


2. Qué hacemos aquí.- Previsible crítica. Pero habrá que llevarla a cabo, pues nada me redime. Incluso puedo aceptar, algo del lodo me divierte. Gozo al mirarlo, tanto como gozo las construcciones barrocas de merengue mexicano, muchas de las cuales nos han llevado al desastre en el que estamos. Por eso vale la pena hacerlo notar, darle un formato paratextual adecuado; si estas torres de naipes se dirigieran hacia el cambio, no reivindicarían con tanta violencia el sentimentalismo del cual pocos pueden ufanarse de escapar. Gran parte del gusto por estar representado en el espacio electrónico es el disfrute de lo frívolo. Es decir, reivindicar el hecho de que nuestros mediocres actos son trascendentales en todo momento, afirmar la supremacía de la conciencia en lugares como las redes sociales, es una de las cursilerías menos observadas, pero más recurridas. La preponderancia de un argumento puede parecerse ahí a una guerra incendiaria. Y yo no tengo tanto en contra de ella, salvo por el hecho de que se produzca gracias a la mala administración de lo vano –y no meramente por su espontánea aparición–. Porque este nuevo tipo de guerra florida es derroche de exceso, acumulación de perfiles de enfurecidos condenados en la nueva plaza pública, como si se tratara de un pastel de bits y carne humana. Y si eso no tiene tanto de divertido, por lo menos se acerca al ridículo: siendo una especie de periódico mural, las redes sociales son tomadas como el todo; si en realidad toda esa gente que dice que va a hacer algo, lo hiciera en verdad, entonces los cambios se sucederían uno detrás del otro. Pero si una cosa así es remediable, ¿es la seriedad del asunto lo que deberemos tomar como premisa para evitarlo? O quizá, siendo en todo caso irremediable gracias a que una voluntad no puede frenar el accionar contundente de las masas, en tanto el mundo se construye gracias a una serie de luchas –de dialéctica delirante, hoy habrá que decirlo así– luego entonces lo que se puede hacer es comprender la naturaleza de dichas luchas. Y lo bufo me parece un ingrediente sustancial de ellas.
Gómez de la Serna reivindica, hasta cierto punto, la cursilería. Es cuando lo cursi engrana con la conciencia, que se produce su desagravio. Se trata de una razón del sí mismo como derecho de la intimidad; para el autor “cursi” es “todo sentimiento que no se comparte”. Es decir; ingenuidad en la estrategia política para hacer pasar algo como bueno, bello, deseable. Álvaro Enrigue dice acerca de Gómez de la Serna:
La vitalidad de la cursilería ramoniana es una forma casi pura de la bondad (…) lo cursi dejó de ser una amenaza para el cuerpo social, para convertirse en todo lo contrario: una esperanza; la promesa de que la embriaguez por el adorno terminará por concederle al mundo la dimensión humana —íntima— que siempre hemos extrañado.


Entonces un poco de vergüenza ajena: habrá que reivindicar la mala cursilería de esta jauría de usuarios -jóvenes o viejos, da lo mismo- grandilocuentes de la mala y buena comunicación; ¡guerra de pasteles! ¡Marfiles tallados de diligentes floripondios, el sueño debajo de la genealogía arbórea de poder neo-mediático, pupilas nacaradas en la mirada de desagravio en posteos ingeniosos! Una voltereta; no hay tiempo ni razón que supere la elegante tontería, el nonsense beckettiano de los señores de la reclamación. Jaurías de circunspectos, chistosos todos, caminando hacia el frente con pancartas que tienen, cada una de ellas, el rostro descompuesto de quien las porta. ¿No es eso lo que se deja ver en nuestras redes sociales, las nuevas plazas públicas desde las cuales adornamos nuestros cuerpos inmateriales configurados paradójicamente por un ego exacerbado y por las ganas de participación?

Gómez de la Serna

3. Política puerca.- Lo maldito es cursi. Sobre todo hoy que todos tenemos pinta de malditos. Los escritores que se roban con sus brujerías medrosas los premios latinoamericanos, y las adolescentes que no saben que lo que quieren es ser reproductores de la convencionalidad más abyecta, pero de colores. En el intercambio vertiginoso la identidad es siempre negociable. 
En el excelente libro, Literatura y cursilería, Carlos Moreno aclara que lo cursi se empalma con algunas características atribuidas a lo grotesco:
Ambos se resisten a una definición satisfactoria cuando se pretende generalizar y sacar de su contexto, sea este literario o artístico, el social o todos ellos…

Si nuestras generaciones han crecido observando las políticas latinoamericanas que reducen la normalización de conductas sociales a la mera gestión convenenciera de pesos y contrapesos públicos, el mejor camino que se puede seguir es el de no reproducirlas. Pero ¿cómo hacer eso si no hay otra manera de conseguir lo deseado? Una noble administración de la amenaza permite que nos dejen parcialmente tranquilos, pues resultamos peligrosos en potencia, ocultos tras el velo de las maneras buenas y malas. Estas formulaciones son oro licuado de las relaciones, la sazón de un guiso político que, con la intención de ocultarse, se devela. Por ello, lo cursi denota una característica especial de lo grotesco. Se trata de su cara de reverencia plebeya, de política de exiguos recursos y retórica melindrosa. Puede gritar plañideramente o puede emitir tan sólo un gazmoño susurro. De cualquier manera, si su naturaleza sólo reproduce el mismo hacer político del que se queja en la forma, el pastelote sin duda se vendrá abajo muy pronto. Otra posibilidad, como ha pasado también con las redes sociales, es que ese método se lleve al límite y se saque finalmente a la calle. Quizá en ese delirio las cosas puedan tomar un cauce distinto. Lo cursi acá se cruzaría en la esquina con el carnaval. ¿Qué más daría si en la fiesta de los locos nuestros actos fuesen de una exquisitez fallida? ¿A qué esteta gazmoño le interesaría clasificarlo así, si aquella manifestación ya sería un teatro bufo lo suficientemente subversivo. En este caso, si lo cursi deriva en lo ridículo, la ridiculez asumida y elevada a una categoría de insumisión, puede muy bien transmutarse en lo que en épocas de decadencia ayuda a mantener las voluntades en resistencia. El cursi, al ser capaz de burlarse de su propia cursilería, desmantela el aparato de circunspección que sostiene sus tonterías como verdades inapelables.


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