domingo, 2 de octubre de 2011

Vigilia bit

Más guerras banales: flame wars 
César Cortés Vega


I. El nuevo Oeste
Muchos directores de cine lo han reiterado: para que una pelea de cantina comience, basta un error de interpretación. Hay que imaginar de inmediato un salón del Viejo Oeste en el que alguno de los parroquianos ha derramado, gracias a un empujón, una cerveza ajena. Acto seguido, se da el primer puñetazo que detona una pelea colectiva de alcances inimaginables. Vuelan botellas, se estrellan sillas contra los espejos y se disparan balazos al aire. No estamos frente al inicio de una revolución, ni siquiera ante un movimiento a favor del honor de una colectividad ni nada así. Se trata de una espiral descendente de tontería cotidiana llevada a los límites de la bravata. Por eso mismo podríamos decir también que son divertidas; puede dar gusto ver cómo alguien revienta una botella en la cabeza del atolondrado fanfarrón que dice incoherencias, para verle de nuevo intentar ponerse de pie, repleto de vidrios y empapado, a tirar golpes al aire.

Algo así son las llamadas flame wars (guerras de diatribas electrónicas). Lo único que las diferencia de una pelea de cantina es que las sillas y botellas que se arrojan al aire son insultos, disfrazados de una retórica de medio pelo, que se colocan en los muros de algún foro en Internet en el que el debate haya comenzado. Técnicamente se trata de una batalla de mensajes que deriva en insultos cada vez más agresivos y en los que el tema tratado toma tintes de tragedia universal, con la particularidad de que sólo es percibida por la reducida secta que habita el foro o blog en donde tiene lugar. El crítico cultural Mark Dery[i] las compara con los llamados dozen, que son juegos de palabras creados por los esclavos afroamericanos en Estados Unidos en los que se insulta a la madre del competidor —muy parecidos al albur mexicano— y que comprenden características orales específicas como la improvisación o el doble sentido. Dery especifica que las flame wars responden a una evolución tecnológica que implica intenciones corrosivas y que tendrían una genealogía de redención subalterna.

Vale la pena por eso recorrer algunas de sus broncas argumentales, pues si bien es cierto que a veces las disquisiciones pueden tomar cierto alcance filosófico, se trata de una guerra de pasteles en donde el espacio donde ocurre determina su carácter; disputas de posts al compás de una danza macabra y berrinches sabáticos que ocurren a la luz de lo público, en una trama tan intrincada de posibilidades, que por lo general terminan en una saturación de sentido en la que ya nadie entiende nada. Porque tienen el mismo carácter del espacio electrónico en el que están situadas, junto a miles y miles de otras batallas que se libran en el mismo no-lugar, que compiten con revistas, blogs acerca de cualquier tema, fotografías de quienes jamás serán nuestros amigos y un sinfín de diálogos de todo tipo. Y a pesar de esto, los reflectores que se colocan sobre el troll —nombre que se le da al hostigador y creador de las flame wars— son suficiente cosa para su ego, porque en el fondo se trata de la revivificación de la palabra de alguien en condiciones de precariedad; el aislamiento implicado en el uso doméstico de nuestro libre albedrío, en medio de la oscuridad de un cuarto u oficina, es ya superado por un “me gusta” en el comentario del nuevo amigo del Facebook, o algo más. Se tiene así la ilusión de que se participa, de que la palabra sirve para algo más que para completar los requerimientos de la sinrazón cotidiana.

Por eso da igual si en la base de la argumentación de estos “juegos florales” lo que se sostiene sea un equívoco, mal o bien intencionado. Porque se trata de encontrar respuestas, las que sean. El troll no intenta con ellas, pues, llevar a sus últimas consecuencias la disensión, sino de fabricarla para hacer crecer, mediante tergiversaciones, un problema irresoluble, no como una aporía en donde las contradicciones son de orden lógico, sino como la imposibilidad de organizar el discurso a causa de la cantidad de interpretaciones diversas y excluyentes dadas en un espacio limitado en el que no puede haber consenso gracias al griterío. Las flame wars nos valdrían en todo caso para darnos una idea patente del desconcierto —a veces ridículo— que se vive en el páramo que es en el fondo esta inclusión precaria de redes sociales y posibilidades infinitas.


II. La disposición del nuevo diálogo
Nunca he jugado al cricket, y sin embargo entiendo que la persecución de una pelota representa un reto que no es tan ingenuo como podría parecer. Implica una administración de fuerzas operada mediante una serie de reglas que representan los límites de lo posible. No se juega únicamente porque se tenga habilidad, sino porque la tensión entre destreza y nivelación de un hacer es un asunto político. Se puede ser un llanero y, sin embargo, eso importa poco en la cancha donde se lleva a cabo el partido —no sé si exista algo así como un criquet llanero, pero puedo hacer la comparación con un juego al que no se le parece mucho, pero que sí he jugado: el futbol—. Importan, sí, los recursos que se poseen para equilibrar las condiciones sobre las que se ponderan los resultados. Se trata de una especie de diálogo corporal que se realiza en función de un objetivo que representa el triunfo en la batalla.


Justo las flame wars son diálogos y divertimentos a la vez y, si bien no pueden tener los alcances de un diálogo platónico en el que se opera en función a un deseo de delimitación de la verdad, podrían ser tomados —con todas las distancias del caso— como diálogos lucianescos involuntarios, en los que se imita la retórica platónica, pero con el fin de colar la sátira y el sarcasmo. Luciano de Samosata, a quien el estilo debe el nombre, quizá habría encontrado en estos diálogos documentados de lo contemporáneo una especie de autoinmolación que declara perdedor justamente al que más en serio se los toma. Ése era su método: Luciano se mofaba de manera despiadada de los lugares comunes de su época, de la simplicidad terrena, y usaba el recurso como medio para realizar su estrategia:

MENIPO.- Pues os aviso a vosotros, que sois lo peor de los lidios, frigios y asirios, que os seguiré con mi obra a cualquier lugar donde vayáis, molestándoos con mis cantos y burlas.
CRESO.- Esto sería una insolencia.
MENIPO.- Te equivocas. Vuestros actos sí que eran insolentes, exigiendo que os adoraran, humillando a hombres libres sin acordaros para nada de la muerte. Por esta razón ahora vais a ser privados de todo aquello llorando sin cesar.
CRESO.- En realidad, ¡oh dioses!, de muchas y grandes riquezas.
MIDAS.- Y yo, ¡de todo mi oro!
SARDANAPALO.- ¡Sin todo el lujo, no!
MENIPO.- ¡Bravo!, seguid así, lo hacéis muy bien. Lamentaos mientras yo canturreo sin parar mi estribillo “conócete a ti mismo”, pues creo que es digno de vuestros lamentos.[ii]

Como parte del mismo juego, no estaría de más proponer que, si bien esta estrategia de la ficción indica la ruptura del sentido justamente en su comprensión, las herramientas actuales posibilitan el acceso a formas de comportamiento escrito que muy bien podrían ser leídas como ficción, en el caso de tener una mente lo suficientemente abierta para privilegiar el disfrute de su lectura y del mundo que describen, evitando criterios limitantes y definitorios que nieguen dicha posibilidad. Ya se sabe, si Marcel Duchamp coloca un mingitorio en una exposición y lo define performáticamente como “arte” —cosa que se realiza por el mero hecho de ser declarado en un contexto específico como tal—, ¿por qué no establecer que, dentro de ciertos criterios, estas frame wars pueden muy bien ser un nuevo tipo de diálogo literario realizado desde la creación colectiva.

Su regla base podría ser, en ese caso, la ruptura asignificante, como la describe Deleuze y Guattari: “Un rizoma puede ser roto, interrumpido en cualquier parte, pero siempre recomienza según ésta o aquella de sus líneas, y según otras”.[iii]

El troll se convierte en un creador involuntario del disparate convertido en consenso-disenso —consenso del espacio en el que se discute, disensión respecto a todo lo demás—;  una suerte de autor-personaje que provoca la reacción, hace que los otros declaren sus principios y carencias de manera espontanea, en tanto hoy la personalidad es en gran medida una creación multidisciplinaria que tiene como recurso las nuevas tecnologías para potenciar su existencia. En este sentido, el diálogo que propone es el más banal de los banales, en tanto su performance adquiere tintes de una retórica clown fragmentada y que, en los peores casos, no se dirige hacia ningún lado, pero que al menos evidencia la imposibilidad del acuerdo en épocas de democracia simulada.




[i] Mark Dery et al. Flame Wars. The Discourse of Cyberculture. Durham, USA: Duke University Press, 1994.
[ii] Luciano de Samosata. El sueño de Luciano. Diálogos de los muertos. Trad. Vicente Castro Rodríguez, Israel Muñoz, Karlos Argumanez. Madrid: Ediciones Clásicas, 2003.
[iii] Gilles Deleuze y Félix Guattari. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Pre-Textos, 1999.

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