martes, 30 de agosto de 2011

Chile estaba vivo

 
Ainhoa Vásquez Mejías


Que Chile es uno de los países que más costo tiene en relación con la educación es algo de lo que, al parecer, recién nos venimos enterando. Tenían que pasar 17 años de dictadura y vivir 20 años de “Concertación” —una izquierda derechizada que operó bajo el mismo sistema del gobierno militar— en la espera de que apareciera en escena un grupo de estudiantes despertando a toda una nación.

Y Chile ha despertado luego de varios años de inmovilidad y ataraxia. El clima está extraño, tenso. El tema recurrente de cualquier reunión social recae siempre en las manifestaciones estudiantiles. Algunos adhieren, otros reclaman. La politización y polarización se hace a ratos insostenible. Quienes siempre habían sido mis amigos hoy son mis enemigos. No quieren verme ni hablarme porque voy a las marchas, porque soy de esos “inútiles subversivos” que no los dejan caminar con tranquilidad por el centro de Santiago, porque contribuyo a que ellos no puedan hacer su vida normal y además no me callo ante sus quejas. Parece que antes de entablar cualquier conversación con un desconocido, ronda por su cabeza la pregunta de si estoy a favor o en contra de las tomas de escolares y universitarios. 


También he recuperado a varios que había perdido en el camino. Muchos amigos a los que dejé de ver hace años los he reencontrado caminando conmigo en las marchas y cantando juntos las consignas: “Y va a caer y va a caer la educación de Pinochet”, “Vamos compañeros hay que ponerle un poco más de empeño, salimos a la calle nuevamente, la educación chilena no se vende, se defiende”. Y así como algunos me miran con desconfianza y me dan la espalda, otros me demuestran su solidaridad y complicidad aunque nunca antes nos hayamos visto. 

Es 4 de agosto y está anocheciendo. Luego de un día de protestas y represión, camino por el centro de Santiago entre humo y gente corriendo para refugiarse en sus casas. Desde el cielo veo un helicóptero que lanza con una metralleta un pequeño dispositivo. Alguien me toma la mano y corremos juntos a perdernos entre la multitud que también arranca. Nos ahogamos. Las bombas lacrimógenas no nos dejan respirar con normalidad. Me advirtieron incansablemente que no saliera a la calle, que era peligroso. Yo sólo quería manifestarme pacíficamente, recorrer la Alameda sin temores, pero no es posible. Con los ojos llorosos y la garganta cerrada por las bombas intento regresar a mi departamento. 


Llego y en la esquina me encuentro con un desconocido tímido tocando su cacerola. Subo rápido a buscar la mía y bajo a acompañarlo. Tocamos las ollas con cucharas de palo, sin mirarnos de frente pero al lado, sonriendo. Es verdad que no dejo de sentir miedo, miedo al ridículo, miedo a ser los únicos dos, miedo a que me tachen de pasada de moda. Pero sin siquiera darme cuenta varios empiezan a unirse a nosotros. Hombres y mujeres de edad, algunos jóvenes, madres llegan con sus hijos haciendo sonar sus cacerolas a distintos ritmos e intensidades. Los niños ríen, no entienden, para ellos es un juego. Para mí, una forma de protesta pacífica, de demostrar el descontento que tanto tiempo había guardado. 

Es entonces que nuevamente sobreviene el temor. A nuestro lado pasan carros lanza-aguas –los temidos “guanacos”– y patrullas policiales. En el cielo sobrevuela constantemente un helicóptero. Yo casi no recuerdo los tiempos de dictadura porque apenas tenía conciencia, sin embargo, hay un miedo latente que no sé cómo explicar. El ruido de los helicópteros me espanta, recuerdo los relatos de mis papás, que cuando eran pequeños se escondían debajo de la cama y los escuchaban; que mis abuelos me contaban que era una forma de vigilar que nadie anduviera en la calle después del toque de queda, que tenían la orden de matar a cualquiera. Recuerdos que se vuelven sensaciones y se actualizan. A pesar de ello, prima un compañerismo único y auténtico, y me siento protegida por esos desconocidos con quienes caceroleo al unísono.


Así han seguido las marchas y los cacerolazos desde ese día hasta ahora. Los desconocidos de entonces ya son compañeros. Y mientras los noticieros destacan los disturbios, los destrozos causados en propiedad pública y privada, las barricadas por todas partes, la pérdida de materiales invaluables en Santiago, por las redes sociales, en cambio, me entero de carabineros encapuchados tirando piedras y que han sido descubiertos por los mismos manifestantes; de torturas contra civiles a quienes ingresan en las patrullas policiales para golpearlos intentando no dejar registro; de desalojo de liceos donde niñas entre ocho y catorce años son obligadas por carabineros a desnudarse delante de otros presidiarios. Maneras desesperadas del gobierno de perpetuar a la fuerza un poder con el que ya no cuentan.

Pero la resistencia es más poderosa. Chile por fin ha despertado del letargo de tantos años. Gracias a estos jóvenes, incluso niños, estamos aprendiendo a luchar por lo que es justo, a alzar la voz y demostrar el descontento. Si ellos dan la pelea con tantas garras, todos nos volvemos valientes. Y no es intransigencia de parte del movimiento –como lo ha querido ver el gobierno de Sebastián Piñera y sus secuaces derechistas–, no se trata de exigir educación gratuita más que de exigir educación de calidad y accesible para todos. Si ellos, estudiantes de todo Chile, están dispuestos a perder un semestre o un año en el calendario académico, también nosotros, profesores y trabajadores en general, debemos estar dispuestos a recuperar lo que nos quitó el gobierno de Pinochet y llegar hasta las últimas consecuencias para lograrlo, tal como señala otra consigna: “Estudiar es un derecho no un privilegio”.


 Es cierto que el gobierno pretende que sintamos miedo, que se regocija en el temor de la gente a salir a la calle, a protestar por lo justo por no perder sus trabajos. Se filtran documentos donde se demuestra el ingreso de armas al país por la ciudad de Antofagasta; ministros oficialistas amenazan con aplicar la Ley de Seguridad del Estado que suspende todos los derechos constitucionales; expresan la posibilidad de recurrir a las fuerzas militares si es que los desórdenes se mantienen. Yo leo los periódicos internacionales y veo por Facebook en todos los rincones del mundo múltiples canciones y fotografías de apoyo al movimiento estudiantil chileno, y entonces dejo de temer.

Ellos quieren que nos quedemos en nuestras casas sin salir a la calle, nosotros cada día somos más protestando; ellos quieren dormir, nosotros tocamos las cacerolas; ellos quieren desprestigiar el movimiento haciéndole creer a la gente que sólo somos resentidos sociales dispuestos a romper sus propiedades, mientras nosotros armamos coreografías, consignas y pancartas nuevas; ellos quieren acallarnos y amedrentarnos, nosotros por primera vez en 20 años nos sentimos vivos.   
 


Fotografías de Joaquín Atria

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