martes, 30 de agosto de 2011

Los pichiciegos. Nota sobre la soledad de los roedores


Santiago Ruiz Velasco

Encontré por casualidad Los pichiciegos de Fogwill, mientras recorría los estantes de una librería buscando otra cosa —quién sabe qué—. Lo vi, lomo rojo, y me gustó el título. Y de Fogwill (así firma, sin nombre de pila) había escuchado tanto y tan poco (que lo mencionan en una entrevista acá, que frecuentaba el café de allá, que se aparecía en la redacción de tal revista, que si el maestro, que si Piglia y César Aira; puro hablar de él y nada de su obra), que decidí leerlo. También me llevé un libro de gastronomía.

 Fogwill 

Islas Malvinas, 1982: en medio de una de las guerras más absurdas de los últimos tiempos —una dictadura militar necesitada de patriotismo y un imperio naval en las últimas que se pelearon por unas islas de ovejeros en el sur más remoto cuyas aguas territoriales valen más que las islas mismas—, un grupo de soldados deserta del bando argentino, y hacen una cueva en la que esconderse mientras pasa la guerra (el pichiciego al parecer es una especie de topo que vive en la región de Santiago del Estero). Su única preocupación es sobrevivir. Y para eso, comerciar, cambiar carbón por relojes de muertos, raciones de comida por inteligencia militar.

En cierto momento la lectura me recordó a Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, pero sin su tono alegórico, didáctico (no es una fábula, no hay moraleja). Más bien se emparentaría con los relatos y las reflexiones de Primo Levi sobre Auschwitz, en tanto que retrata a los hombres reducidos a pura vida, a la más banal de las supervivencias, con una diferencia importante: Levi escribía el pasado, desde el recuerdo; Fogwill, el futuro, escribía antes del fin de la guerra. Esto, antes que demeritar la novela como documento histórico (no tiene intención de reportaje), la potencia como documento de la imaginación del momento (¿qué fantasías se tenían sobre la guerra?), en el que se puede ver, por ejemplo, la infinita superioridad de los británicos o lo inhumano de los mandos argentinos, pero no es el punto ni de la novela ni de estas líneas.


El punto son los pichiciegos, quiénes son y qué hacen. Son nadie, soldados desertores cuyo nombre en muchos casos no se dice y su número es misterioso —entre 5 y 50, a ojo—, hacinados en una cueva: durante el día para no ser vistos y durante la noche por el frío; esperan el fin de la guerra con la esperanza de que llegue antes que el invierno. Lo único que queda claro de su identidad es que son marginales, carne de cañón, excluidos —ellos mismos, también, se excluyen—, tan excluidos que, como se dijo, lo único que importa es la supervivencia. Dónde y cómo cagar se vuelve un asunto vital, por las infecciones, tal es la ausencia de sociedad a su alrededor. Y su día a día es aburridísimo (éste es, a mi ver, el gran acierto de Fogwill). Quedan tan desprovistos de emoción, que pasan el tiempo hablando de cosas que no tienen ninguna consecuencia: de futbol, de Perón, de un tesoro oculto, de la circuncisión o de la caza del pichiciego, que a veces se agarra tan fuerte a su agujero que no se le puede sacar por la fuerza:

—¿Y sabés… ? —preguntaba a la oscuridad, a nadie, a todos—. ¿Sabés cómo se hace para sacarlo?
—Con una pala, cavás y lo sacás… —era la voz del Ingeniero.
—¡No! ¡Más fácil!: le agarrás la cola como si fuera una manija con los dedos, y le metés el dedo gordo en el culo. Entonces el animal se ablanda, encoge la uña, y lo sacás así de fácil.


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