miércoles, 14 de septiembre de 2011

La disolución de México en la violencia: hacia una explicación estructural



Daniel Nudelman Speckman

El pasado 25 de agosto, un grupo de sicarios prendió fuego al Casino Royale en Monterrey, con un saldo de cincuenta y dos personas muertas. El atentado, de forma prematura, oportunista y torpe, calificado de “terrorismo” por Calderón, parece haberse tratado más bien del cumplimiento de una amenaza de los zetas a los administradores, que no pagaron la extorsión de 130 mil pesos semanales. Sin profundizar en el caso, para lo cual el autor de estas líneas carece de elementos, lo único que cabe destacar es que esta desgracia constituye sólo el más reciente episodio de un proceso de disolución del país en la violencia que, al margen de las causas detrás de acontecimientos puntuales, sólo puede explicarse de forma estructural.
Cartel: Santiago Robles Bonfil

Está plenamente justificado señalar al presidente Felipe Calderón y sus incompetentes colaboradores, con su mal concebida estrategia de “guerra contra el narcotráfico”, como los principales responsables de la dramática situación que estamos viviendo. Y esto es doblemente cierto porque la estrategia está mal concebida sólo si partimos de la premisa de que su verdadero objetivo es combatir el crimen organizado. Cabe también la hipótesis de que la actual situación de terror ha sido deliberadamente provocada por la administración panista, con la intención de aglutinar en torno suyo al pueblo contra un enemigo común, generar miedo, confusión, desmovilización, impedir que la gente se reúna y se organice, distraer su atención de otros problemas, etcétera. Llama la atención que, a pesar de que el narcotráfico no había sido un tema relevante en las campañas electorales de 2006, a sólo dos semanas de tomar posesión del cargo, en medio de grandes movilizaciones sociales que denunciaban las elecciones como fraudulentas y a Calderón como un presidente espurio, éste sacara el ejército a las calles. Esta hipótesis será analizada con mayor profundidad en una próxima entrega. 

Sin embargo, es preciso reconocer que las condiciones necesarias para la actual violencia comenzaron a gestarse mucho antes, con la adopción en México del modelo económico neoliberal en la década de los ochenta.

Fachada del Casino Royale. Monterrey, México


Este proyecto, sustentado por el sector empresarial y la ascendente tecnocracia, aunque para entonces ya se aplicaba en muchos países de América Latina, tuvo su origen en los países centrales como expresión de los intereses del gran capital financiero y monopólico transnacional.

El neoliberalismo hacía una fuerte crítica al “Estado benefactor”, al que consideraba una traba para el desarrollo debido al “gigantismo del aparato estatal” que, al atender las demandas económicas de grupos sociales mayoritarios, concentraba recursos que, desde la óptica empresarial, de haber permanecido en manos privadas, se podrían haber invertido. Igualmente, se consideraba “excesivo” el poder de los sindicatos, que al “monopolizar” el trabajo “distorsionaban” su valor en el mercado (obviamente, a la alza), provocando además demanda e inflación. Por último, se criticaba que las políticas nacionalistas de los países subdesarrollados obstruían la libre circulación internacional de mercancías, obturando un posible desarrollo por la vía de la especialización regional.  

Se planteaba entonces la necesidad de un “ajuste estructural” tendiente al restablecimiento de los mecanismos automáticos de regulación del sistema económico: el libre juego de las fuerzas del mercado, en el que se concibiera a la clase obrera como un factor de la producción más, impulsando la reducción de los salarios. Esto naturalmente condujo al desempleo y al descenso del nivel de vida de las masas, que lejos de constituir un “desajuste temporal” —que se viera después compensado por nuevas inversiones, más producción y más empleo, como prometieron los defensores del neoliberalismo— veinticinco años después ha demostrado ser consustancial al modelo. Uno de los sectores sociales más perjudicados es la juventud, en la que se ha expandido el fenómeno nini (ni estudia, ni trabaja). Una población golpeada por el desempleo y la necesidad económica es un caldo de cultivo para la delincuencia.

También se redujo al mínimo la participación del Estado en la economía, así como su función reguladora, que descansa ahora únicamente en los instrumentos de la política monetaria (tasa de interés, control del circulante) más que en la política fiscal (gasto público, impuestos). Con este mismo objetivo, se recortó todo gasto público “improductivo” (servicios, bienestar y seguridad social) y se han privatizado progresivamente todas las empresas paraestatales. La venta de estas empresas, a precio de regalo, ha constituido objetivamente una forma corrupta de transferencia directa de la riqueza pública a manos privadas.

Si bien en México la concepción del servicio público como una plataforma para el enriquecimiento personal y la percepción del Estado como un botín gozan de una larga tradición —que se puede rastrear hasta la Colonia—, el  neoliberalismo ha llevado este fenómeno a extremos inéditos. Es inconcebible que la delincuencia haya alcanzado tanto poder y omnipresencia sin la complicidad de funcionarios a todos los niveles. La corrupción también ha alcanzado a las corporaciones policíacas y militares. Numerosos ex policías y soldados —algunos con formación de élite, incluso entrenados en Estados Unidos— forman las filas del narcotráfico.



 



En materia agrícola se favorecieron cambios en la estructura de la tenencia de la tierra, consolidando la propiedad privada, y se reorientó la producción a cultivos de exportación y materias primas industriales, utilizando el fomento agrícola exclusivamente con estos fines (abandonando a los pequeños productores y al ejido). Con la consigna de aprovechar el potencial productivo de granos y cereales de Estados Unidos para cubrir los faltantes del consumo local, en el marco del TLCAN se eliminaron todas las barreras arancelarias a estos productos, arruinando con la competencia de los subsidiados granjeros estadounidenses a los agricultores mexicanos. Es poco sorprendente que estos campesinos en quiebra, abandonados, desorganizados y vulnerables, terminen produciendo, por propia voluntad o sujetos a la extorsión, para los cárteles de la droga, a pesar de los inmensos riesgos que esto comporta. 

El neoliberalismo también ha promovido la liberalización del mercado, incluyendo la eliminación de todas las restricciones al intercambio con el exterior, y la construcción consciente de un sistema de mutua complementación entre México y Estados Unidos. Paradójicamente, algunos de los pocos productores nacionales que han sabido aprovechar la “ventaja comparativa” que supone la vecindad con el mercado más grande del mundo para incrementar sus ganancias, invertir y crear “nuevos empleos” (de traficante, sicario, secuestrador), han sido los cárteles. 

Todo esto ha favorecido una superconcentración del ingreso que, en lugar de invertirse en la ampliación de la planta productiva, se desvía a la especulación financiera o de bienes raíces y la importación masiva de bienes. Hoy como nunca, el mercado pone en oferta una asombrosa diversidad de productos. En los escaparates de las tiendas y en los medios de comunicación masiva se ofrece una vida maravillosa de camionetas, ropa importada, computadoras, teléfonos celulares, ipods, viajes, etcétera. Muchos de estos productos tienen en la juventud, el sector más golpeado por la falta de esperanzas, a su principal mercado objetivo. Al mismo tiempo, este lujoso estilo de vida nunca había estado tan lejos de las posibilidades adquisitivas de la mayoría de los mexicanos. El mercado crea expectativas que no puede satisfacer. En un escenario de desempleo, subempleo, masificación de los ninis, depresión económica, borramiento del Estado, corrupción de las instituciones y ruina del campo, la persecución de estos satisfactores materiales no reconoce límite alguno, legal ni moral, ni siquiera la vida humana. Por eso vemos formas de criminalidad cada vez más extendidas y brutales. 

Se trata, pues, de un modelo carente de proyecto de desarrollo nacional que sólo profundiza el atraso y la dependencia económica de nuestro país. Las víctimas de este modelo han sido numerosas; sus beneficiarios, muy pocos (se calcula que 1% del empresariado nacional y, naturalmente, los políticos complicados con ellos). En cambio, los réditos que obtiene esta pequeña élite son gigantescos. 

En 2006 ya eran claras las devastadoras consecuencias de más de dos décadas de neoliberalismo. Ese año, amplios sectores de la sociedad se movilizaron para promover un proyecto alternativo de nación. Para detener esa posibilidad, los beneficiarios del actual modelo se impusieron mediante un fraude electoral. Numerosas voces se alzaron para advertir que, si se cancelaba la posibilidad de un cambio pacífico por vía democrática, un estallido social de grandes proporciones se produciría pronto. El estallido ya se produjo, pero no en la forma esperada. 

Un gobierno que perdió la legitimidad en las urnas está tratando de recobrarla en una publicitada “guerra contra el narcotráfico”. Semejante estrategia, si el objetivo es derrotar al crimen organizado, está condenada al fracaso, porque la delincuencia se compone de dos elementos inseparables: el núcleo armado y la circunstancia socioeconómica que le dio origen. Una estrategia exclusivamente militar y policial nunca resolverá el problema y, por el contrario, ha alimentado  una irrefrenable espiral de violencia que lacera un tejido social ya muy descompuesto. El vacío provocado por la ausencia de un proyecto serio y viable de desarrollo económico y social ha sido colmado por el crimen organizado que, con inagotables recursos y armamento, desafía la autoridad del Estado. Hoy, ese Estado, carente de legitimidad, es incapaz de cumplir con su función más elemental: la de detentar el monopolio de la violencia en su territorio y garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Esto, como ya ha ocurrido en nuestro pasado, ha abierto la puerta a la intervención extranjera. Con la aquiescencia del gobierno federal, agentes de cuerpos policiales estadounidenses operan en nuestro país. 

No puede exagerarse la gravedad de la situación imperante. México se ha convertido en un país en el que, en muchas ciudades, ya no se puede salir de noche, recorrer ciertos barrios, trasladarse al trabajo, circular por las carreteras, en fin, vivir en paz. El país se cae a pedazos. Aunque el paralelismo pueda ser exagerado, el actual escenario de ingobernabilidad, fragmentación, inseguridad y vulnerabilidad frente a poderes extranjeros recuerda momentos difíciles de nuestra historia patria, como los que siguieron a la invasión estadounidense de 1847, la Guerra de Reforma, la intervención francesa o la Revolución mexicana, cuando en un contexto de postración económica provocada por los conflictos bélicos, antisociales de todo tipo (y, especialmente, los soldados desmovilizados de los ejércitos de todos los bandos, que no conocían ya otra profesión que la violencia), vagaban por el país robando, secuestrando y asesinando. Hacer frente a esos problemas naturalmente exigió tomar medidas decididas de fuerza contra los criminales, pero su superación definitiva sólo fue posible gracias a que los gobiernos de la Reforma, la República Restaurada y la posrevolución llevaron adelante proyectos transformadores en lo político, económico y social. Así, para salir de este abismo, en 2012 debemos deshacernos no sólo de Felipe Calderón y del PAN , sino del modelo económico neoliberal.
 





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