lunes, 3 de diciembre de 2012

El poder de un lápiz mina


Ainhoa Vásquez Mejías


Mi mamá nos vestía de gala cada vez que había elecciones. No importaba de qué fuera, tanto las de presidentes, senadores, diputados como alcaldes, siempre teníamos que vestirnos con nuestra mejor ropa para ese día. Las elecciones eran una fiesta y nosotros teníamos que estar a la altura de las circunstancias. Creo que nunca me pregunté o cuestioné siquiera este gesto. Esos domingos nos levantábamos más temprano que cualquier fin de semana, nos bañaban y peinaban como si fuera nuestra primera comunión y salíamos todos a las urnas con una emoción indescriptible, incluso para mí, tantos años después. No importaba tampoco que nosotras no votáramos por nuestra corta edad, lo importante era el aprendizaje de ciudadanía. Mi abuelo se lo había enseñado a mi mamá siendo muy niña y ella nunca lo había olvidado.

Yo tenía aproximadamente cuatro años cuando fue el plebiscito para derrocar a Pinochet. A ese día también corresponden, creo, mis primeros recuerdos. El miedo que me producía la campaña de la derecha, el miedo que intuía en la gente que cada tanto se daba vuelta para mirar quién estaba a sus espaldas. El miedo de mis papás y el helado que ese día no me pareció tan rico. Pero la consigna era votar, sufragar siempre, ejercer ese derecho ciudadano que mi abuelo le había inculcado. Sé que fue por eso que mis papás decidieron ir a las urnas ese 5 de octubre, contra todos los pronósticos favorables y a pesar del terror de pasar a engrosar la lista de los desaparecidos si la dictadura triunfaba, desconociendo la democracia, mis papás no podrían haber dejado de ir a votar. Por fe, por compromiso, porque al final no se lo hubieran perdonado. Habría sido traicionarse a ellos mismos, convirtiéndose en cómplices del sistema. Mis papás votaron ese 5 de octubre del año 1988 y derrocaron la dictadura. Desde entonces comencé a pensar en lo peligrosa que puede llegar a ser una simple rayita escrita con lápiz mina. Mi niñez estuvo marcada por las largas horas en la escuela en que miraba mi lápiz mina y sentía que algún día el mío también se volvería subversivo.


Creo que antes de cumplir la mayoría de edad, pero ad portas de hacerlo ya me emocionaba pensar en cuándo llegaría ese momento. Debo admitir que incluso sufrí al no poder votar en las elecciones en que ganó Ricardo Lagos. El presidente que en ese entonces pensábamos socialista, la continuación del legado de Allende, el encargado de terminar con esa transición que aún olía a dictadura. No tenía los 18 años en ese momento pero ese día acompañé a mis papás como siempre, saqué fotografías y canté. Más tarde salí a la calle a celebrar y gritar en la Plaza de la constitución, imaginando el comienzo de una nueva era y con el lápiz mina siempre en el bolsillo.

Poco después me acerqué al Partido Comunista y apenas cumplí la mayoría de edad me inscribí en el registro electoral para ser parte de los cambios futuros. También empezaría mi militancia en las juventudes comunistas y el canto de “La Internacional”. Nunca me importó perder sábados y domingos enteros en reuniones que pocas veces llegaron a puerto. Unos años después dejé el partido porque en ese entonces yo era aún más radical que ellos y no estaba dispuesta a transar mis propias ideas por nadie. La visión de rebaño nunca me ha acomodado. Decidí ahí que ser de izquierda implicaba caminar con los propios pies por tierra derecha.


Vinieron, más tarde, las elecciones de senadores, diputados, alcaldes, la frustración porque el lápiz no servía, porque siempre parecía quedar sin punta en el momento menos indicado, sin embargo, nunca desde ese entonces he dejado de ir a votar. Nunca, desde mi infancia, he dejado de arreglarme como si fuera una fiesta cada vez que hay elecciones. Nunca he dejado de sentirme responsable por el futuro del país cada vez que doblo el papelito del voto. Nunca he dejado de traer en un bolsillo el lápiz mina que pienso que ahora sí va a cambiar la historia. Eso me lo enseñó mi madre y este 28 de octubre pude comprobarlo.

Este 28 de octubre creo que, aunque es muy apresurado asegurar que la historia cambió, sí dio un giro trascendental y yo estaba vestida de gala para verlo. Luego de dieciséis años de tener como alcalde a un torturador, mano derecha de Pinochet, a un sujeto siniestro y belicoso, la gente pareció despertar como de una pesadilla. Cristián Labbé, Coronel del ejército y alcalde de Providencia, fue derrotado por una “dueña de casa”, como despectivamente llamó a Josefa Errázuriz, en más de una oportunidad. Una dueña de casa valiente, inteligente, que se fue posicionando desde lo privado para llegar a lo público y destruir con su carisma tantos años de infamia y olvido. En su discurso Josefa aseguró que ganó la democracia y la ciudadanía, mientras Labbé despotricaba con violencia afirmando que había ganado la “serpiente del paraíso”, el odio y los medios de comunicación que elevaron a una candidata sin programa ni propuestas. Para mí ganó la memoria y el compromiso. Ganó el recuerdo de nuestros muertos, conocidos y desconocidos. Para mí ganamos todos.

  
Un triunfo acrecentado y aun más feliz porque en otro lugar de Santiago, el lapicito de mina, tan inofensivo para muchos, terminó también con años de injusticia y prepotencia al puro estilo del fundo chileno de principios de siglo, donde nadie más que el patrón tenía derecho a voz. Pedro Sabat, el mismo que meses atrás trató a las escolares de su comuna de prostitutas por manifestarse en contra del lucro en la educación, perdió su pedestal en manos (en la inteligencia) de una joven desconocida y valiente, de bajo perfil a pesar de ser la nieta de Salvador Allende. Los dos bastiones dictatoriales que iban quedando fueron destruidos por mujeres.

Algo similar ocurrió también en la comuna más emblemática y disputada, Santiago, que si bien no era gobernada por un alcalde ligado a la dictadura (quizás sólo porque era muy niño en ese entonces para decidir estarlo), sí era un edil comprometido con el gobierno de derecha, que al parecer ya no representa a nadie más que al mismo Sebastián Piñera y sus partidarios que se enriquecen en el poder. También fue una mujer la que resultó electa. Carolina Tohá, la misma mujer que sufrió el asesinato de su padre en manos del gobierno de Pinochet; la misma mujer que siendo pequeña se desempeñó como vicepresidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile y dirigente del Partido por la Democracia (PPD); la misma mujer que a su corta edad participó activamente en la campaña opositora de ese mítico año 1988 y venció a la dictadura. Este 28 de octubre, por fin en Chile, ganó la memoria. 


Los medios y el gobierno han enfatizado desde ese día que la abstención fue tremenda, que los ganadores no lo son de las mayorías y se ha trasformado en un cliché lo de la “crisis de representación”. A mí me parece que es muy fácil y simplista ese tipo de análisis. Hasta ahora el voto en Chile era obligatorio, al menos de palabra porque desde siempre muchos decidieron no inscribirse para votar, sin que las penas del infierno cayeran sobre sus cabezas por no hacerlo. Creo que el voto siempre ha sido voluntario, justamente porque la inscripción automática no era un requisito y siempre fue posible argumentar alguna visita al extranjero o dolor de muelas, como se hacía en la escuela para justificar la inasistencia al examen.

Sí concuerdo con que este año la abstención fue mayor y que muchos repiten con argumentos concretos que nadie los representa, que la derecha y la izquierda son lo mismo y que con el voto estamos validando este sistema. Sin embargo, no creo que este sea el caso de la mayoría y sí me parece peligroso que terminemos por creerlo y defender esta postura. Muchos de los datos que intentan comprobar la baja participación electoral están intervenidos. Con este debut de la inscripción automática muchos muertos quedaron inscritos, llegando a constituir mesas electorales completas. El mismo Salvador Allende aparecía vivo en una de las comunas del gran Santiago. Los chilenos que viven en el extranjero, a quienes aún no se les da el derecho a voto, también aparecieron en las listas aunque la mayor parte no viajaría para sufragar. No obstante, tanto los chilenos fuera como los muertos serán contabilizados como no participantes dentro del universo total de electores.

Este tipo de cifras, por más que lo intenten, no deslegitiman lo que ocurrió este 28 de octubre. Puede ser que mucha gente no haya ido a las urnas porque no creen en la política, porque los actuales gobernantes no son lo que se espera, porque la corrupción sigue en aumento. Es una posición válida pero también me parece conformista. Las cosas pueden cambiar si lo queremos y hacemos algo para que ocurra. ¿Qué hubiera pasado si ese 5 de octubre de 1988 todos hubieran pensado lo mismo y no hubieran votado para destronar a Pinochet? Quizás aún viviríamos en dictadura y nuestra realidad sería completamente otra. Para mí este domingo fue una fiesta, volví a creer que los cambios son posibles, volví a sentir que nos uníamos por algo en común, que avanzábamos en la misma dirección, que la memoria seguía intacta y sólo un poco cubierta de polvo que ya estamos limpiando. Y sí, finalmente, que el lápiz mina salió de mi bolsillo para cumplir la función que siempre le encomendé: darle un giro a nuestra historia y empezar de nuevo.




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