martes, 3 de abril de 2012

Un niño muy curioso

Juan Pablo Cortés

A ti, niño… A ti, niña


Este era un niño lleno de una curiosidad que afortunadamente nada ni nadie reprimió. Le encantaba leer a Julio Verne y ver los programas de Jacques Costeau; también ir al bosque a recolectar plantas y animales que le llamaran la atención. Quería estudiarlos, conocerlos y contar historias acerca de ellos. Pero tenía un deseo más profundo: quería conocer el mar, explorarlo, convertirse en un buzo profesional. Lo malo era que el pueblo donde vivía estaba a unos diez mil kilómetros de distancia de la playa más cercana. 

Sin embargo, este niño no se frustró, y aprendió a desarrollar una capacidad para viajar a través de la imaginación. Llegó tan lejos que inventó tales historias como la de un mundo donde las criaturas vivían en gran armonía, formando con la naturaleza una gran conciencia universal. Hasta los 15 años pudo convencer a sus padres de que lo inscribieran en una escuela de buceo, en Buffalo, NY. Fue en una alberca que aprendió a nadar, y un par de años después su familia se fue a vivir a California. Entonces pudo bucear en el mar.

La adolescencia le pegó como a todo mundo; estaba confundido y solo pensaba en ser independiente e irse a donde le diera la gana. Tomó un trabajo de camionero y un día de descanso se metió a ver una película llamada La guerra de las galaxias. Después de verla renunció a su trabajo y buscó la manera de hacerse de una cámara de cine. Había descubierto que su pasión por explorar el mundo y contar historias se amalgamaba perfectamente en las películas.

Cuentan que cuando hizo su primer cortometraje se pasó el primer día de rodaje tratando de armar la cámara que una noche antes había desarmado para entender cómo funcionaba. Seguía viviendo en ese hombre la gran curiosidad del niño. Después de algunos años de paciencia y persistencia logró su primera oportunidad para dirigir, aunque el gusto le duró tres semanas pues lo despidieron. Era una película de terror de bajo presupuesto sobre unas pirañas asesinas; el guión no era de él, así que desde entonces juró que nunca volvería a hacer nada que no fuera su total creación.

Su siguiente película surgió de una pesadilla que tuvo la noche en que lo despidieron: un hombre con esqueleto de metal surge en medio del fuego, viene a acabar con la humanidad. Lo que logró fue, más bien, revolucionar al género de Ciencia ficción con un nuevo clásico. Ese éxito le daría un lugar privilegiado en la industria del Cine. Aunque lo consideraban una persona obsesiva, difícil de complacer, todos querían trabajar con él porque sabían que sus ideas eran de otro mundo.

Pero él seguía obsesionado con el océano, y a la primera oportunidad que tuvo hizo una película en el abismo marino que al final no dio a ganar mucho dinero pero que abrió paso a una nueva era de efectos digitales. Gracias a ello, su siguiente película “oceánica” contaría con los elementos para sumergir al espectador hasta lo más profundo del atlántico Norte, donde aún descansan los restos del Titanic. Años después, este hombre curioso confesaría que sólo había hecho esta película como una mera excusa para explorar los restos del famoso barco con recursos provistos por la 20th Century Fox. Sin pretenderlo, esa película acabó convirtiéndose en el mayor éxito económico de todos los tiempos.

Después de proclamarse “el rey del mundo”, con once Óscares en el bolsillo,  decidió que no volvería a dirigir y se dedicaría de lleno a la oceanografía. Produjo cuatro documentales sin mayor propósito económico. No le interesaba seguir haciendo dinero; de hecho ahora no hacía más que perderlo, pero eso era lo de menos porque hacía lo que le gustaba. Se sumergió 52 veces en el Titanic y lo exploró desde adentro. También llegó hasta los restos del Acorazado Bismarck. Se hizo investigador residente de National Geographic;  colaborador permanente de la NASA en el programa de adiestramiento a los astronautas, a quienes discutía la famosa frase “El Fracaso no es una opción.” Él les contestaba: “Por supuesto que sí lo es, porque del fracaso es de donde salen las respuestas… Lo que no es una opción es paralizarse de miedo.”

Diseñó sus propios artefactos de exploración y de paso también cámaras de 3era. dimensión, con las que revivió un formato que en un principio nadie quería usar y que ahora gente como Spielberg, Lucas, Scorsese, Zemeckis, Ridley Scott, y hasta Werner Herzog han adoptado. Es el alumno enseñándole a los maestros…
Su regreso al cine de ficción, doce años después de Titanic superó el record de taquilla que él mismo había impuesto. Avatar no era más que la recuperación de aquella historia que un niño se inventó para no sucumbir a la frustración de vivir lejos del mar. Ahora le compartía al mundo la riqueza de su imaginación.

La historia no se acaba… Este hombre con alma de niño siguió dándole hilo a su curiosidad y hace apenas unos días, se enfrascó (o más bien se sumergió) en su mayor aventura personal. Con  un minisubmarino diseñado enteramente por él, logró descender unos once kilómetros hasta llegar al punto más profundo del mar en la fosa de las Marianas, en el Pacífico sur. Estuvo allí un par de horas con la intención de grabar y recolectar muestras de la vida acuática en un lugar donde la presión es mil veces superior a la de la superficie. Durante esas horas de inmersión y estadía, fue el hombre más solitario que hubo jamás.

Ese niño llamado James Cameron se ha dedicado durante casi cuarenta años a iluminar para el mundo las oscuras salas de los cines, mostrando mundos y criaturas de sueño y pesadilla. Pero su mayor empresa, su mayor conquista ha sido justamente un descenso solitario hasta lo más oscuro y profundo de su ser, no nada más del mar. Él mismo cuenta que muchas veces se preguntó: “¿Para qué hago todo esto?”  “No es por el dinero, ni por la fama o la celebridad… Es justo por el gusto de hacerlo, de estar ahí… Es mí experiencia, una experiencia que el Cine no me puede dar. Solo, simplemente, el estar ahí… conmigo.” 
 

Todos nos llamamos Daniel


Ainhoa Vásquez Mejías

A Daniel lo torturaron. Le apagaron cigarrillos en el cuerpo, le arrojaron piedras en el estómago y la cara, le arrancaron parte de una oreja, le rompieron una botella en la cabeza, le quebraron una de las piernas, lo golpearon hasta dejarlo completamente inconsciente y le marcaron tres cruces esvásticas con vidrio en la piel.

Daniel tenía 24 años y era homosexual. Hasta el momento los cuatro sujetos que lo atacaron el 3 de marzo en el Parque San Borja – supuestos neo-nazis a la chilena – dicen que la agresión fue producto de una confrontación. La opinión pública y los familiares cercanos, en cambio, aseguran que lo torturaron por su orientación sexual.


Mireya, una travesti que vive cerca de mi casa, también fue golpeada hace algún tiempo. Mireya debe tener cincuenta años, quizás menos, pero el tiempo ha hecho estragos en su rostro que se ve cansado a pesar del maquillaje. Mireya es maravillosa, siempre vestida con lentejuelas y tacones, muchas veces me ha acompañado desde el metro hasta mi casa para cuidar que no me pase nada en el trayecto.

Una noche la encontré tirada en la mitad de la calle, el vestido rasgado y sin sus zapatos de cenicienta. Estaba semiinconsciente y su cara manchada con sangre. La ayudé a ponerse de pie, la acompañé hasta su casa porque por más que intenté no quiso ir al hospital. No me habló casi nada hasta que llegamos. Le pregunté qué le había pasado y me respondió que la atropellaron. Aunque de inmediato supe que era mentira, bastaron pocos minutos para que ella misma me lo confirmara.

Ella, que tantas veces me había cuidado, no pudo hacer nada para protegerse. A Mireya la golpeó un cliente. La ató de pies y manos para que no pudiera moverse, la amordazó para que no gritara, la violó, la pateó, apagó cigarros en su piel y luego la tiró en la mitad de la calle. “No sé quién era, pero incluso si lo supiera quién me iba a hacer caso a mí”, me respondió cuando la insté a que lo denunciara.

Y probablemente tenga razón. ¿Quién la iba a escuchar a ella? Travesti, prostituta y pobre. La trilogía que la sociedad chilena no perdona. La condena del silencio y la impunidad. La justicia sólo es para algunos: los poderosos. Daniel Zamudio, en cambio, tuvo un poco más de suerte en ese sentido, aunque las consecuencias sin duda fueron mucho peores. Daniel era joven – muy joven – lindo, culto y con un poco más de recursos económicos, condiciones que no le sirvieron de nada a la hora de la tortura, pero que sí le pueden servir ahora que todo el mundo ha vuelto los ojos hacia este lugar del mundo para pedir justicia.

Mireya y Daniel son víctimas de un sistema homofóbico que no tolera las divergencias ni de pensamiento ni de orientación sexual, pero también de un sistema que dice reprobar la violencia física aunque no haga nada para que ello cambie y que nos somete de manera constante a otros tipos de violencia: sicológica, económica, política. La diferencia entre ambos es que Mireya vivió para contarlo aunque nadie quiera escucharla y Daniel murió después de 25 días de intensa agonía en la que todo Chile se involucró, opinó y juzgó.

El hecho de que los culpables (Raúl López, Alejandro Angulo, Patricio Ahumada y Fabián Mora) sean o no neo-nazis algo dice de la situación en Chile, pero también algo nos esconde. La agresividad como propiedad de algunos, la excusa para no ver que estamos inmersos en un régimen de violencia y que nadie puede hacer mucho para ello cambie. Ninguno de nosotros está a salvo, independiente de nuestra condición sexual.
Hace algunos años le tocó morir a Alejandro Inostroza, un ciclista que transitaba de noche por el Parque Pedro de Valdivia. Su agresor – Aaron Vásquez – no era un neo-nazi, Inostroza no era homosexual, sin embargo, tuvo que morir asesinado a palos para que otra vez se retomara el tema de la crueldad. Pedro, mi amigo de la infancia, heterosexual, también fue atacado por un grupo de cinco neo-nazis hace algún tiempo. Sin motivos aparentes, pero con una bestialidad digna de película gore, lo dejaron inconsciente y al borde de la muerte en la puerta de su casa. Sin muerte no hay palabras. Pedro sobrevivió, sus atacantes siguen hasta hoy caminando impunemente y en el más absoluto anonimato.

La agresión como un medio de desquite, la venganza contra un Estado que oprime, sin que nadie posea las herramientas necesarias para acabar con ello. Los más débiles pagan las consecuencias, sin embargo, todos somos víctimas, también lo son aquellos agresores que a falta de palabras o espacios para gritar u oponerse deciden utilizar las manos, los pies y la rabia contra otros que también están viviendo la misma frustración e indignación.

Quizás sea por eso que me ha chocado tanto escuchar a mis propios amigos, muchos de ellos homosexuales, hablando de venganza y sangre. Es cierto que Daniel, Mireya, Alejandro y Pedro merecen que alguien pague por el ataque pero la pena debe ser la cárcel, no más violencia. Mi amiga y profesora Rubí supo poner en palabras lo que me venía dando vueltas hace rato y no sabía bien cómo expresar. Estamos viviendo un clima de agresividad extrema donde el crimen se ataca con otro crimen, donde pareciera que ya no basta con la condena sino que el asesinato debe expiarse con la muerte de los culpables. Pero la muerte sería el recurso fácil y volveríamos a insertarnos en un círculo vicioso que no trae soluciones sino sólo más sangre.

Asesinar a los agresores, torturarlos, violarlos, no va a traer de regreso a Daniel, tampoco lo va a hacer las bromas constantes sobre la piel morena de los agresores neo-nazis, ni la humillación pública. Pero al menos sí se debe buscar la tranquilidad para esa familia que hoy llora su pérdida, para los miles que vieron su reflejo en Daniel. Tranquilidad que se puede encontrar en la promulgación de leyes antidiscriminatorias, en políticas de Estado que promuevan la empatía y solidaridad entre todos.

Y es que, si algo nos deja de lección su muerte, es que nadie está exento de sufrir este tipo de agresiones, y la solución – si es que hubiera algún modo de reparar todo el daño o al menos prevenirlo en el futuro – no está en el continuo derramamiento de sangre ni en la condena a muerte, sino en esa posibilidad que hemos perdido de ponernos en el lugar del otro, entender qué es lo que pasa por la cabeza de los agresores, de quienes piensan que la única salida a la frustración es el ataque a otros igualmente indefensos y decepcionados. Terminar de una vez con el mito victimológico y comprender que todos somos víctimas: del sistema, de los otros, del gobierno y, desde ahí, empezar a buscar formas novedosas de enfrentar los miedos y el sabor amargo del fracaso de esta sociedad que ha perdido el horizonte.

Nostalgia Caligráfica

María González de Castilla Gómez


Hoy conocí la "Papelería Montserrat". Sí, hoy es 2012, el último día que ese lugar tuvo sus puertas abiertas al público y artículos a la venta, fue en 1997; pero parece estar exactamente igual que el día que cerró, exceptuando la capa de polvo que cubre los objetos que en ella habitan. Entonces, las cosas más nuevas que hay, tienen quince años; más o menos los mismos años que hace que yo escribía con letra manuscrita.  Había olvidado qué complicado y qué lindo es trazar rizos y oleajes picados sobre la blancura del papel.


La letra manuscrita está en vías de extinción. En vías de extinción escribir las palabras completas en un solo trazo para luego hacer volar la pluma sobre ellas, como si fuera un pájaro que se posa sólo por un momento para marcar los puntitos sobre las íes, las rayas veloces sobre las tés.


En la Papelería Montserrat hay un teléfono de disco, igual al que había en mi casa cuando yo era niña. Recuerdo el sonido del disco girando, las manos hábiles de mi mamá marcando los números, el cable retorcido como la espiral de un cuaderno que podía estirarse; el auricular que se detenía fácilmente entre la oreja y el hombro mientras se ocupaban las manos en otra cosa (como escribir algún recado con manuscrita).


Yo creo que en ese tiempo todavía no se inventaba, como el speed dial, la prisa; porque para marcar los 8 dígitos que se usaban, uno tardaba casi tanto como lo que hoy tardamos en hacer una llamada completa. Hoy hay tantos números de teléfono que, cuando pocos dígitos, marcamos diez.

La Papelería Montserrat fue la primera que hubo en el barrio de la colonia Xotepingo, en Coyoacán. La atendían las hijas de la mismísima Montserrat, de una familia catalana que vino a dar a México huyendo de la guerra. Vendían infinidad de cosas: cuadernos de todo tipo, libros de contabilidad (de cuando la contabilidad también era manuscrita); sobres con bordes de franjas rojas y verdes (o azules y rojas), para mandar cartas por correo aéreo, con timbres. Cartas que tardaban días o semanas en llegar a su destino mientras la vida transcurría. Hoy dejamos de poner atención al transcurso de la vida porque vivimos para enviar y recibir mensajes instantáneos.


Cuando no existían postits de banderitas, para señalar alguna página en un libro, se usaban unos clips metálicos (que por cierto no eran desechables) forrados por unas micas de colores. Se los podía comprar empacados en cajitas de cartón (que tampoco eran desechables). También se vendían monografías en blanco y negro del sistema óseo con dibujos que parecen estar hechos a mano (todavía no existían monografías a color). Estampas con la información esencial que en primaria y secundaria debía saberse acerca de las criptógamas y las fanerógamas; acomodadas en cajoncitos de madera hechos a la medida de las estampas.

En los estantes también se siente la historia cotidiana del barrio acomodada en cajitas de cartón, junto a las esferas de unicel para hacer maquetas del sistema solar, y la memoria colectiva de 20 centavos; la memoria de una familia en el exilio. Historias de amores en peligro de extinción, de dolores pasados que explican el presente y que nos acarician el futuro, un futuro colectivo que poco a poco olvida lo que era “arrastrar el lápiz”, que olvida lo que vale hacer las cosas con calma.

El tiempo en ese lugar parece haberse congelado resistiendo a los embates de la modernidad. No sin la ayuda de su guardián, el que fue marido de Montserrat, quien atesora el lugar y los objetos que contiene como si fueran lo único que queda de su matrimonio.

Y se entiende, uno quisiera que el lugar se quedara así, honrando la cotidianidad preciada que alguna vez pasamos por alto, la que dimos por hecho que siempre sería, hasta que de repente nos damos cuenta que se ha esfumado y la hemos perdido. Hemos perdido pausas, hemos perdido nostalgias, instantes que parecían insignificantes, pero que sumados construían comunidad. Instantes para detenerse a mirar a la muchacha linda que atendía la papelería y saber su nombre.

¿Cuánto resistirá la Papelería Montserrat vs. La Modernidad Voraz? ¿Se irá todo a la basura junto con las olas manuscritas y sus gaviotas de acentuar? ¿Será que olvidaremos cómo se escribe a mano? ¿Qué pasará con el vínculo que existe entre nuestro corazón imperfecto y los textos que producimos?

 Isidro Ferrer

            Yo quisiera que la caligrafía manuscrita no se extinguiera.