lunes, 6 de agosto de 2012

Brevísimo elogio de las ruinas


  César Cortés Vega


Observo ahora tres planos delante de mí.

1.- El primero es el más cercano, lugar en el que escribo esto: un espacio acogedor en el cual he adquirido una posición privilegiada, como si estuviese hecho tan sólo para mí. Ha bastado para ello colarme en la estructura del ocio, tan bien ponderado en estas épocas, y comprar cualquier cosa para hacer uso de una terraza frente a una de las glorietas más significativas en la Ciudad de México. Soy un ciudadano más, que clasifica su operatividad orgánica en escapes negociados con el mercado global. Y podría estar intercambiando abiertamente gestos simbólicos con un grupo de gentes, realizando sumas en papel reticulado o incluso elaborando estrategias para adquirir insignias de poder sin mancharme de sudor la frente y las axilas, como hace todo ciudadano que se respete. Y no. Tan sólo especulo y vierto ideas en un texto electrónico, con los pies posados en una mesa y mi lap en el regazo, en tanto escucho música y veo pasar a cientos de gentes:

Ellos chocan sus autos en frente nuestro / y esperan la atención de todos siempre / y yo acá / sangrando vas / el héroe y la muerte está / brillando en la arena.


Todo tan concreto como mi vagabundeo, pues está hecho a su justa medida. Y a pesar de ser tratado como un importante usuario estándar, tengo claro que en realidad estoy posado sobre una especie de palacio montado sobre un cierto tipo de destrucción, ruinas una y otra vez vueltas a levantar como en un juego de video. Acá, justo gracias a que no se percibe, ronda la destrucción y la muerte, y yo desarrollo mis obsesiones en medio de una sucesión invisible de desastres, cada uno de los cuales ha contribuido para que esta aparente calma parezca hecha de sí misma, emulación de paz y buena onda. Lo contemporáneo se configura por una especie de orgullo displicente; yo estoy acá y formo parte de manera natural. Poseo esta indolencia gracias a que siendo indiferente, se me diferencia por defecto. Si asistimos en las ciudades transmodernas (para no hacer uso de aquel otro término, cada vez más en desuso gracias a su hiperdeterminación) al escamoteo semiótico de las clases, a su disgregación o multiplicación fragmentaria por medio de la filiación del ciudadano al cálculo de la vida a través de los mil fetiches mercadológicos, en la emoción neurótica del futuro y la imitación de la moda y sus posibilidades, eso por supuesto no apunta a ningún tipo de unificación. Aludiendo a Hardt y a Negri en su ya clásico ensayo Imperio, los Estados-Nación son cada vez menos responsables de lo que pasa en lo local y, si existe aún hoy una moralidad que sigue reivindicando un territorio definido vinculado a la identidad patriótica, el nuevo orden mundial configurado por el Imperio es el que influye para que por ejemplo yo, ilustre desconocido, pueda sentirse participando e incluido a pesar de comportarse como un patán. Mi displicencia indica, sí, mi presentimiento del desastre, pero también mi acomodo en estas ruinas que ya no se ven –no como en el caso de aquella localidad provinciana ideada por Ibargüengoitia: Cuévano, con su milagroso Cristo Prieto del Reventón, que si bien contrapunteaba a la ciudad moderna de mediados del siglo XX, aludía a la destrucción evidente que ésta había provocado en sus personajes–. La aparente perfección actual, su limpieza de catálogo, no puede sino hacer pensar en aquella transparencia del mal de la que hablara Baudrillard como recomposición de los viejos sistemas fascistas por medio de la purificación minimalista de las formas, en las que la evidencia del desastre sería ocultada, invisibilizada para simular el “bien”.

II.- La segunda imagen la tengo frente a mí. Es el paisaje que observo a través del ventanal de la terraza, pues la glorieta en la que me encuentro es la del monumento a Cristóbal Colón en la avenida Reforma. Y hoy el masacote de piedra y metal parece recién hecho, como si acabaran de terminar las esculturas ayer y Cristóbal el vilipendiado –en términos contemporáneos podría decirse que el poder colonial no sólo le robó el nombre, sino que sigue ocultándose tras la hiperidentificación de personajes atascados en la memoria colectiva– fuese un comensal más, con su manocaida, su peinado hipster y en pleno uso de sus facultades mentales para abrirse de par en par al exterminio. Las figuras a sus pies (Pedro de Gante, de las Casas, Pérez de Marchena y Diego de Deza) parecen de plástico, negras y pulcras, los gestos dramáticos que podrían ser también los de galanes de telenovela en pleno arrobamiento genealógico. Muy parecido en realidad al primer caso; la terraza que me acoge limpita y con azulejos de imitación tradicional, salvo porque mientras que este espacio carece de vínculo con mi memoria, es decir, de un disparador real del que pueda yo asirme para reconstruir mi propia historia, frente al monumento hay en mi recuerdo una serie de imágenes encadenadas. Alguna vez vi en una marcha cómo algunos gamberrazos se trepaban al monumento para arrancar las cruces que portaban las figuras, y aunque sólo lograron arrancar una sola, con esa bastó para que yo voltee cada vez que paso por aquí para fijarme si la han repuesto ya. Y no, lo que me hace generar una mínima complicidad con ese recuerdo y la contingencia de la ruina, el deseo de destrucción de un orden legitimado que es, más allá del paso del tiempo, el verdadero motivo de la catástrofe. Por más que el monumento sea limpiado, esa pequeña señal prevalecerá como constatación de lo que ya no es.

Para tensar aún más esta reflexión, pienso ahora en los grabados de ruinas romanas de Piranesi y su exacerbación romántica que prefigurara el desarrollo del neoclasicismo como una imitación en el deseo de regularidad, de la corrección de la ruina. Sin embargo, no es justo pensar que su intento tan sólo se encaminó hacia la configuración del racionalismo, pues hay que recordar que sus trabajos influenciaron mucho después a los surrealistas en un sentido contrario: la creación de esa ensoñadora desolación que era lo suyo, el intento de develación de los motivos ocultos, pues la ruina se emparentaba con aquello que habría sobrado de la ejecución del deseo. Era necesario explorar el inconsciente para encontrar una configuración entre imaginaria y real, aquellos palacios de Piranesi que no habían existido jamás, pero que en el éxtasis de la evocación el artista agregaba a las edificaciones reales. Así, la mirada recorre la ruina en el intento de leer lo que ha sido antes, y eso no podrá llegar a ser del todo objetivo. Lo que sí ocurre es que mediante ese recorrido por pasajes, entradas y puentes, una historia se completa desde el conocimiento íntegro de su subjetividad. Piranesi habría sido también un historiador honesto; el que asume que la mirada al pasado llevará a sus objetos de estudio a sentirse atraídos irremediablemente por la fuerza centrípeta del presente. Las ruinas, pues, no nos son tan útiles si las concebimos como restos. Si las imaginamos como partícipes privilegiadas del presente, nos dan pistas de nuestro propio descontrol. Son como los procesadores de información en los que una cierta cantidad de energía del pensamiento reconstruye no lo que fue, sino lo que sigue siendo, y sus cauces en el ahora.

III.- La tercera imagen es algo que ya no está frente a mí, por lo cual parece ser la más siniestra, pues se trata de mero vacío. Es un recuerdo sin evidencia, por ello hecho de expiración sin constatación inmediata. Detrás del monumento a Colón había varios edificios que fueron remodelados en distintas ocasiones. Uno de ellos era el Condominio Versalles realizado por el arquitecto Mario Pani. La reestructuración que yo recuerdo, colocó vidrios reflejantes de un color azul espantoso. Probablemente esto se realizó para hacerle parecer lo que no era: una construcción actual. Alguna vez, en las mismas condiciones de flaunerismo irreflexivo, llegué al lugar, y el espacio tenía una mezcla de melancolía y estupidez. Un destello azulado lo cubría todo con unas ganas de joder que daba gusto. Señalaba lo mismo que hay ahora en el entorno, pero que es más difícil percibir mediante la observación de los objetos que lo conforman; una ruina más o menos organizada del capitalismo farsante. Antes, gracias a ello, el espacio donaba ese descuido, reflejado en una desoladora consecuencia. Desde ahí se podía entender a cabalidad el entorno. Sólo algo así podría pensarse como el verdadero paraíso; uno que se niegue a sí mismo, desierto de desamparo en el que, sin embargo, se puede sobrevivir. Una ruina que no desea serlo, que simula su trascendencia y que a la vez es, para los ojos de los hombres cabales del capitalismo en bruto, todavía pasable. El error puede verse ahí, desde una mirada lúcida que busca los restos del desastre, no ya necesariamente en los escombros, sino en las imperfecciones del sistema que señalan que eso es ya una calamidad retocada. La catástrofe sería entonces el origen de esa posibilidad, entendida como discontinuidad, divergencia, o quizá como histéresis. A grandes rasgos, este último es un concepto usado en termodinámica que implica la no regresión del suceso a su estado inicial, su evolución en términos de cambio irreversible. Un estado de suspensión que le obliga por fin a negarse a sí mismo.
           
Si bien aquella imagen de la construcción ausente frente a mí representaría ese estado irreversible, la desaparición radical de sus restos es lo que más se parece el principio de un estado de cosas que podría terminar por establecerse y que está hecho de olvido por sustitución. Contrapunteo entonces esto con unas fotografías de Chernóbil que viera hace poco, tomadas por un arriesgado aficionado2 que visitó el lugar a pesar de las prohibiciones; crudas, sin idealización alguna salvo la del documento, y por ello contundentes respecto al abandono y a la vez al florecimiento natural de lo siniestro. Sus imágenes simples nos conmueven, pues son una constatación que completa la historia como post scriptum. El vacío ahí, la muerte o la deformidad se registran por la presencia de lo que dejaron. ¿Por qué la mirada busca refugio en esos recovecos visuales, si son lugares en los que uno no podría quedarse? Quizá porque se trata del summum de este excedente que negara la posibilidad de la recuperación de presente en un gasto con rumbo a lo catastrófico. La duda que me incomoda es esta; si es posible reconocerse en espacios como ese y cómo, y qué alcance tienen nuestras máquinas simbólicas de pensamiento construidas en un contexto como tal. La única fortuna es que ahí la evidencia permanece. Y el caso es que si pasa lo contrario, si la evidencia desaparece con velocidad, ¿será posible aún construir significados complejos dentro de estas ruinas negadas de cultura tecnocrática y fuerza postcolonial, que hacen uso de estrategias nuevas para pasar desapercibidas?

Pensar en EPN ahora es inevitable, en la farsa encadenada que implica y en cómo está claro que a pesar de que han conseguido ponerlo donde ahora está, deja ver su ineptitud cada que abre la boca. Si bien parece lo peor que podría habernos pasado, se trata del estado límite en el desastre de una nación, que ya antes era evidente. Los símbolos patrios, la imaginería de nacionalismo ramplón que se sostenía a duras penas era ya una ruina y EPN la representa a la perfección.  Es decir, que su entrada no es lo peor que nos puede pasar. Lo peor sería que fuéramos invisibilizándolo con el paso del tiempo. Que esa ruina delante de nosotros pudiera finalmente no ser percibida, parecer limpieza, efectividad buena onda, espacio confortable. Y eso puede combatirse sencillamente: la creación que visibilice todos los errores posibles, como una especie de filtro que no se concentre en lo que pasa a través de él, sino en lo que no pasa, en lo que se queda sin filtrar. Padacitos, por mínimos que sean, que dejen claro que la catástrofe debe observarse como un espacio que no puede olvidar su propio desastre, que mantiene visible la inquietante ruina que es, que sigue siendo. 


El poder de actuar en la vanguardia de Rosario (1 de 2)

  Paola Rebeca Ambrosio Lázaro


El itinerario[i] de la vanguardia argentina duró casi una década de experimentaciones, enfrentamientos y manifestaciones en el campo del arte. Cerca de finalizar los sesenta, en el año de 1968 con la obra colectiva Tucumán arde, se lograron fusionar ideas, grupos y fuerzas con la participación de artistas de Buenos Aires, Rosario y Santa Fe, y demás gente con la que se llevó a cabo el programa en Argentina. Las tensiones entre política y sociedad a lo largo de dicha década fueron contundentes, es decir, una suerte de causa para la realización de otro arte que durante dos semanas se expuso en Rosario y unos días más en Buenos Aires.

La revisión histórica del proceso, que condujo a esta muestra tucumana, plantea los orígenes del compromiso artístico desde 1965.[ii] Desde esta fecha hasta tres años más se enlistan las acciones de ruptura y propuestas hechas tanto por artistas porteños como rosarinos. El primer encuentro de los dos grupos, dice Andrea Giunta, fue en Córdoba durante el primer Festival Argentino de Formas Contemporáneas, en 1966:

La relación entre los sectores de vanguardia de Rosario y de Buenos Aires provocó la gestación de un espacio de discusión acerca del sentido del arte, en el que los artistas generaron formas de intercambio que fueron acelerando, en su doble registro, estético y [iii]político, la ruptura de 1968.[iv]

Aunque para la autora aquellas discusiones devendrían en un arte más politizado, es necesario revisar aquellas formas de intercambio artístico que conformaron la vanguardia de 1968. Así en una gran cadena de acciones artísticas argentinas (los premios Ver y Estimar o Braque, la exposición Experiencias 68, la conferencia de Romero Brest) tomaré sólo el Ciclo de Arte Experimental propuesto por los rosarinos durante cinco meses. En un campo delimitado pretendo hallar las prácticas estéticas-políticas del momento preciso de fisura por donde los artistas rosarinos comenzaron a exhumar el arte, llevándolo no sólo a una fusión política, sino a una praxis vital.

Me refiero a la transformación y reconducción del arte a la praxis vital y a su valor para los vanguardistas desde el análisis hecho por Peter Bürger:

Cuando los vanguardistas plantean la exigencia de que el arte vuelva a ser práctico, no quieren decir que el contenido de las obras sea socialmente significativo. La exigencia no se refiere al contenido de las obras; va dirigida contra el funcionamiento del arte en la sociedad, que decide tanto sobre el efecto de la obra como sobre su particular contenido.[v]

La práctica y el efecto del arte son puntos fundamentales para entender igualmente el planteamiento de los vanguardistas rosarinos. Ellos exigieron la participación del público, comprometieron la obra cuando requerían de un proceso mental, de una reflexión. Se manifestaron como un “movimiento orgánico consciente de su gravitación cultural”, –al menos así lo aclaraban en el volante que explicaba su postura y objetivos.
León Ferrari escribió en agosto de 1968 lo que se proponía este grupo de vanguardia: “El arte no será ni la belleza ni la novedad, el arte será la eficacia y la perturbación. La obra de arte lograda será aquella que dentro del medio donde se mueve el artista tenga un impacto equivalente en cierto modo a la de un atentado terrorista en un país que se libera.”[vi] Como veremos, en el Ciclo de Arte Experimental se buscó la eficacia de la obra, el poder transformador del arte a partir de diversas acciones.

            El texto que presentó el catálogo del Ciclo[vii] mencionaba a quince participantes, de los cuales sólo once expusieron. Juan Pablo Renzi, Aldo Bortolotti, Carlos Gatti y Osvaldo Mateo no llegaron a exponer, los motivos pudieron venir de la censura y la represión hacia la obra de Graciela Carnevale, hechos que causaron el propio cierre del Ciclo. Sin embargo debemos anotar que, a pesar de la interrupción, el grupo logró una nueva eficacia del arte, al sucumbir las raíces de la vida del participante, al atravesar los límites espaciales (ruptura de los espacios tradicionales donde se mostraban las obras) y mentales.

Es decir, una serie de eventos conocidos dentro del itinerario de 1968 argentino indujeron al quiebre institucional, a la apertura de los espacios, que hicieron posible la unión de las acciones estéticas y políticas. Paralelamente a estos sucesos, el grupo de Rosario inició dicho Ciclo el 27 de mayo, abriendo las posibilidades del campo artístico hacia una práctica más vital.

La primera manifestación, hoy conocida como Las sillas, la presentó Norberto Puzzolo, en la que se revertía el espectáculo. En una galería cerrada dispuso sillas acomodadas, listas para un espectáculo, que sólo los transeúntes, desde el exterior podían admirar. Anunciaba, de cierta manera, el abandono próximo del Lugar –entiéndase como museo, galería, institución– por parte de los artistas y el público; el espacio se extendía, los asientos no invitaban a una pasividad, habría que reinventar sus propias obras, las propias concepciones de arte que pudiera “comunicar las complejidades y especificidades” de la realidad y por qué no de la vida, fuera del espacio preconcebido.

Norberto Puzzolo. Sin título o las sillas. Ciclo de Arte Experimental, Rosario, 1968
 
            Ana Longoni apunta que en Tucumán arde se realizaron acciones similares a las del Ciclo de Arte, como la de Lía Maisonnave cuando fundió espectador-obra y obligó al visitante a pisar la cuadrícula pintada. Lía no buscaba sólo un aspecto lúdico, quiso que su obra produjera efectos en el público: al trazar una cuadrícula blanca y negra “como un tablero de ajedrez”, quizá no cuestionó la postura del jugador que mueve las piezas, semejante al dictador del pueblo, sino buscó desestabilizar el rol de los individuos en un tablero donde ellos podían moverse con libertad, y por si fuera poco podrían, también, realizar su propia cuadrícula en el lugar preferido; es, entonces, un acto de conciencia acerca de los roles y las posibilidades de los humanos dentro del mundo.

            Luego de Puzzolo, expuso Fernández Bonina. A partir de letreros cotidianos experimentó los impedimentos impuestos a los individuos. Fue un eco de las prohibiciones sucedidas durante finales de mayo (Experiencias 68) y junio (Premio Ver y Estimar). Esta manifestación se volvió un reflejo de los múltiples impedimentos del arte en la sociedad, en la vida, con las que el artista buscó una toma de conciencia del individuo mediante la evidencia de los mandatos que a lo largo de su vida ha cumplido al pie de la letra. El artista marcó una doble estrategia a través de órdenes que impiden la realización de las potencialidades humanas. Se introdujo la fuerza para revolucionar la vida, al hacer evidente y consciente las ataduras. Así, cuando aparece la convocatoria para el Premio Braque que impuso una serie de ilógicas intervenciones, los artistas rosarinos se manifestaron con un “Siempre es tiempo de no ser cómplices”. La vanguardia argentina no sólo irrumpió en la conferencia que daba el entonces director del Instituto Di Tella, Romero Brest, sino que durante el “asalto” argumentaron:

Estamos aquí, además, porque la institución que de por sí es Romero Brest, más la institución de la “conferencia” dentro de las paredes de esta “institución”, más Uds. conjugados, representan perfectamente el mecanismo de la burguesía, de absorber, tergiversar y abortar toda obra de creación.[viii]

Así rompían relaciones con el instituto financiador y se convertían en artistas autónomos capaces de encontrar nuevos espacios para sus manifestaciones, espacios donde lo prohibido fuera sólo permitido como una obra de arte liberadora de la conciencia.
 



[i] Ana Longoni llama el itinerario del ’68 a la secuencia entre abril y diciembre, cfr. Ana Longoni, Mariano Maestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, Buenos Aires: El cielo por Asalto, 2000, pág. 15 
[ii] Andrea Giunta plantea la decisión de León Ferrari de exponer “La civilización occidental y cristiana” en agosto de 1965 como los indicios de un cambio, cfr. Andrea Giunta, Vanguardia, internacionalismo y política. Arte Argentino en los años sesenta,  Buenos Aires: Paidós, 2001, pág. 349

[iv]Andrea Giunta, op. cit., pág. 359
[v] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Barcelona: Península, 1997
[vi] Ana Longoni, Mariano Maestman, op. cit., pág. 142
[vii] Ver Ana Longoni, op. cit.

Conviértase en mexicano en 15 minutos (Los museos no son inocentes)


Ainhoa Vásquez Mejías


En la primera, segunda, tercera y cuarta visita al Museo de Antropología, siempre salí con la sensación de estar en presencia de algo grande, monumental: el inicio de las civilizaciones latinoamericanas, el inicio de toda nuestra historia. De alguna forma, creo que esperaba encontrar las respuestas a las interrogantes ancestrales, las dudas a mi propia existencia. Nunca cuestioné de manera crítica ese templo de sabiduría y aprendizaje que enseñaba “tan objetivamente” nuestra historia. Nunca habría dudado de la neutralidad y las buenas intenciones de los curadores que nos regocijaron con un espacio tan descomunal. Como mucho, mi descontento pasaba, más que nada, por el hecho de que nunca alcanzaba a recorrerlo por completo, debido a su carácter inabarcable. Así, cada vez me prometía a mí misma un día ir con el tiempo suficiente para detenerme en detalle en cada sala, leer cada referencia y ver todos los videos que ahí se mostraban.

            Debo admitir que nunca me di el tiempo para hacerlo como lo había planeado. Sin embargo, hubo una mañana en que me detuve a observar con calma detalles que antes se me habían escapado. Si bien, en esta última visita nuevamente reafirmé el carácter inabarcable del museo, ya no sólo lo medí en términos de proporciones y cantidades, sino también descubrí con cierto horror que no me da miedo reconocer, que el museo también era imposible de abarcar (en el sentido de entender) por todas las contradicciones que en él se presentan. Fue entonces que alcancé, al menos, a percibir que existían otros objetivos que se ocultaban bajo esa pretendida objetividad y que a simple vista se diluyen en lo majestuoso.

Creo que fue en ese momento en que entendí que los museos - y éste en particular - no son una construcción cultural inocente. Los museos esconden un intento de dominio, una demostración de una supremacía sobre una cultura otra, diferente, con la que se pretende lograr una distancia. Más adelante leí a Octavio Paz, que reafirmó lo que ya había comenzado a sospechar: lo que se busca al exponer la cultura azteca en la sala principal del Museo Antropológico, es un claro símbolo de opresión sobre ellos, un intento por hacer patente que la cultura occidental fue más fuerte y logró conquistarlos hasta el punto de reducirlos a vitrinas. De la misma manera, lo que se busca es lograr esa diferenciación, dejar en claro que los mexicanos actuales ya no son eso que se encuentra fosilizado en una sala para la exhibición de todos, extranjeros y nacionales; que la civilización logró derrotar a la barbarie.

Al tomar conciencia de esto, empecé a entender también la lógica de otras manifestaciones y no pude pasar por alto el caso del Huáscar en Chile; un barco que perteneció a los peruanos durante la Guerra del Pacífico y hoy funge como sala conmemorativa de aquel período. Al término de la guerra, los chilenos se apoderaron del barco (enorme, imponente), construyendo en su interior, un recordatorio del conflicto. Desde esa época (1879), los peruanos han reclamado se les devuelva, pues consideran una ofensa que éste se haya convertido en museo luego de que tantos hombres murieran en él; sin embargo, el Gobierno chileno se ha rehusado a regresarlo, arguyendo que forma parte de su memoria histórica. Así, por más que quiera disfrazarse de cultura e historia, las pretensiones políticas que lo transformaron en museo, corresponden a la intención de establecer la superioridad que logró Chile sobre Perú, a la vez que busca marcar una clara e inobjetable distancia entre ellos: perdedores y subordinados, y nosotros: vencedores y dominadores.

No hay inocencia en los museos, sino, por el contrario, una fuerte ideología política. Es por ello que resulta tan extraño encontrar una contradicción fundamental en el Museo de Antropología de México: si se pretende conseguir una distancia entre vencedores y vencidos y bárbaros y civilizados que, tal como viera agudamente el Premio Nobel de Literatura, queda demostrada en la exposición de los restos de las culturas prehispánicas y la re-presentación de las culturas indígenas que aún perviven, ¿qué se busca al transmitir un video acerca del mexicano actual?, quizás también se quiera vender la imagen del México contemporáneo según los parámetros de lo exótico. Quien alguna vez se ha detenido por un poco más de tiempo en cada sala del Museo podrá recordar haber escuchado en un segundo piso una música que mezcla lo pop y lo folklórico mientras una familia “tradicional” repite incansablemente palabras del dialecto náhuatl.

Aquí está esa contradicción de la que hablo. Mientras, por una parte, el Museo pretende distanciar a los mexicanos actuales (civilizados y dominadores) del salvajismo de sus culturas prehispánicas y de los indígenas que aún viven en la periferia al circunscribirlos a vitrinas; por otra, se reviste al mexicano actual de un aura exótica al exhibir un video en el cual se re-presentan (mediante sketch de bajo presupuesto) las palabras provenientes de dialectos indígenas y que aún hoy utilizan los mexicanos a menudo. Como si esto fuera poco, al término de la exposición de dichas palabras, comienza a escucharse de fondo una cancioncita ridícula que pretende que el espectador atento pueda ensayar la lección aprendida y transformarse así, en pocos minutos, en un claro ejemplo de sujeto exótico mexicano.

Esta auto-exotización refleja una profunda contradicción en el Museo Antropológico y una indecisión respecto a las políticas utilizadas para las exhibiciones. ¿El mexicano actual es o no un sujeto exótico digno de exponer en vitrinas o videos? ¿El mexicano actual niega o afirma su tradición indígena? Realmente no tengo idea de si la mejor manera de entender al mexicano y su cultura en el exterior sea desde la civilización o desde el dominio de lo prehispánico o a través de la explotación de la memoria y su tradición, pero tengo la sospecha de que al incluir a los mexicanos actuales como parte de la curatoría se están, de alguna forma, autoincluyendo como piezas de museo.

Millones de preguntas me surgieron ese día y han seguido rondándome de forma constante cada vez que he pisado el Museo de Antropología y otros museos de América Latina en que se repiten este tipo de representaciones nacionales. Si bien, la pregunta por la “esencia” del mexicano o el latinoamericano parece haber quedado saldada hace muchos años, tras una evidente respuesta negativa, pareciera que la política de éste, como otros museos, es justamente escindir aquello civilizado de lo bárbaro (que supuestamente compone a México) para venderse desde ambos puntos por igual al extranjero deseoso de ver encarnada la otredad y esa “esencia” exótica que recorre todas las etapas históricas. A mí como foránea latinoamericana, al menos, no me está pareciendo inocente.