César Cortés Vega
Observo ahora tres planos delante
de mí.
1.- El primero es el más
cercano, lugar en el que escribo esto: un espacio acogedor en el cual he
adquirido una posición privilegiada, como si estuviese hecho tan sólo para mí.
Ha bastado para ello colarme en la estructura del ocio, tan bien ponderado en
estas épocas, y comprar cualquier cosa para hacer uso de una terraza frente a una
de las glorietas más significativas en la Ciudad de México. Soy un ciudadano
más, que clasifica su operatividad orgánica en escapes negociados con el
mercado global. Y podría estar intercambiando abiertamente gestos simbólicos con
un grupo de gentes, realizando sumas en papel reticulado o incluso elaborando
estrategias para adquirir insignias de poder sin mancharme de sudor la frente y
las axilas, como hace todo ciudadano que se respete. Y no. Tan sólo especulo y
vierto ideas en un texto electrónico, con los pies posados en una mesa y mi lap
en el regazo, en tanto escucho música y veo pasar a cientos de gentes:
Ellos chocan sus autos en
frente nuestro / y esperan la atención de todos siempre / y yo acá / sangrando
vas / el héroe y la muerte está / brillando en la arena.
Todo tan
concreto como mi vagabundeo, pues está hecho a su justa medida. Y a pesar de
ser tratado como un importante usuario estándar, tengo claro que en realidad
estoy posado sobre una especie de palacio montado sobre un cierto tipo de
destrucción, ruinas una y otra vez vueltas a levantar como en un juego de video.
Acá, justo gracias a que no se percibe, ronda la destrucción y la muerte, y yo
desarrollo mis obsesiones en medio de una sucesión invisible de desastres, cada
uno de los cuales ha contribuido para que esta aparente calma parezca hecha de
sí misma, emulación de paz y buena onda. Lo contemporáneo se configura por una
especie de orgullo displicente; yo estoy
acá y formo parte de manera natural. Poseo esta indolencia gracias a que siendo
indiferente, se me diferencia por defecto. Si asistimos en las ciudades transmodernas (para no hacer uso de
aquel otro término, cada vez más en desuso gracias a su hiperdeterminación) al escamoteo
semiótico de las clases, a su disgregación o multiplicación fragmentaria por
medio de la filiación del ciudadano al cálculo de la vida a través de los mil fetiches
mercadológicos, en la emoción neurótica del futuro y la imitación de la moda y
sus posibilidades, eso por supuesto no apunta a ningún tipo de unificación. Aludiendo
a Hardt y a Negri en su ya clásico ensayo Imperio,
los Estados-Nación son cada vez menos responsables de lo que pasa en lo local y,
si existe aún hoy una moralidad que sigue reivindicando un territorio definido vinculado
a la identidad patriótica, el nuevo orden mundial configurado por el Imperio es el que influye para que por
ejemplo yo, ilustre desconocido, pueda sentirse participando e incluido a pesar
de comportarse como un patán. Mi displicencia indica, sí, mi presentimiento del
desastre, pero también mi acomodo en estas ruinas que ya no se ven –no como en
el caso de aquella localidad provinciana ideada por Ibargüengoitia: Cuévano, con
su milagroso Cristo Prieto del Reventón, que si bien contrapunteaba a la ciudad
moderna de mediados del siglo XX, aludía a la destrucción evidente que ésta
había provocado en sus personajes–. La aparente perfección actual, su limpieza de
catálogo, no puede sino hacer pensar en aquella transparencia del mal de la que hablara Baudrillard como
recomposición de los viejos sistemas fascistas por medio de la purificación
minimalista de las formas, en las que la evidencia del desastre sería ocultada,
invisibilizada para simular el “bien”.
II.- La segunda imagen la
tengo frente a mí. Es el paisaje que observo a través del ventanal de la
terraza, pues la glorieta en la que me encuentro es la del monumento a Cristóbal
Colón en la avenida Reforma. Y hoy el masacote de piedra y metal parece recién
hecho, como si acabaran de terminar las esculturas ayer y Cristóbal el
vilipendiado –en términos contemporáneos podría decirse que el poder colonial
no sólo le robó el nombre, sino que sigue ocultándose tras la
hiperidentificación de personajes atascados en la memoria colectiva– fuese un
comensal más, con su manocaida, su
peinado hipster y en pleno uso de sus facultades mentales para abrirse de par en par al exterminio. Las figuras
a sus pies (Pedro de Gante, de
las Casas, Pérez de Marchena y Diego de Deza) parecen de plástico,
negras y pulcras, los gestos dramáticos que podrían ser también los de galanes
de telenovela en pleno arrobamiento genealógico. Muy parecido en realidad al
primer caso; la terraza que me acoge limpita y con azulejos de imitación tradicional,
salvo porque mientras que este espacio carece de vínculo con mi memoria, es
decir, de un disparador real del que pueda yo asirme para reconstruir mi propia
historia, frente al monumento hay en mi recuerdo una serie de imágenes
encadenadas. Alguna vez vi en una marcha cómo algunos gamberrazos se trepaban al
monumento para arrancar las cruces que portaban las figuras, y aunque sólo lograron
arrancar una sola, con esa bastó para que yo voltee cada vez que paso por aquí
para fijarme si la han repuesto ya. Y no, lo que me hace generar una mínima
complicidad con ese recuerdo y la contingencia de la ruina, el deseo de
destrucción de un orden legitimado que es, más allá del paso del tiempo, el
verdadero motivo de la catástrofe. Por más que el monumento sea limpiado, esa
pequeña señal prevalecerá como constatación de lo que ya no es.
Para tensar aún
más esta reflexión, pienso ahora en los grabados de ruinas romanas de Piranesi
y su exacerbación romántica que prefigurara el desarrollo del neoclasicismo
como una imitación en el deseo de regularidad, de la corrección de la ruina. Sin
embargo, no es justo pensar que su intento tan sólo se encaminó hacia la
configuración del racionalismo, pues hay que recordar que sus trabajos influenciaron
mucho después a los surrealistas en un sentido contrario: la creación de esa
ensoñadora desolación que era lo suyo, el intento de develación de los motivos
ocultos, pues la ruina se emparentaba con aquello que habría sobrado de la
ejecución del deseo. Era necesario explorar el inconsciente para encontrar una
configuración entre imaginaria y real, aquellos palacios de Piranesi que no
habían existido jamás, pero que en el éxtasis de la evocación el artista
agregaba a las edificaciones reales. Así, la mirada recorre la ruina en el
intento de leer lo que ha sido antes, y eso no podrá llegar a ser del todo
objetivo. Lo que sí ocurre es que mediante ese recorrido por pasajes, entradas
y puentes, una historia se completa desde el conocimiento íntegro de su
subjetividad. Piranesi habría sido también un historiador honesto; el que asume
que la mirada al pasado llevará a sus objetos de estudio a sentirse atraídos
irremediablemente por la fuerza centrípeta del presente. Las ruinas, pues, no nos
son tan útiles si las concebimos como restos. Si las imaginamos como partícipes
privilegiadas del presente, nos dan pistas de nuestro propio descontrol. Son
como los procesadores de información en los que una cierta cantidad de energía
del pensamiento reconstruye no lo que fue, sino lo que sigue siendo, y sus
cauces en el ahora.
III.- La tercera
imagen es algo que ya no está frente a mí, por lo cual parece ser la más
siniestra, pues se trata de mero vacío. Es un recuerdo sin evidencia, por ello
hecho de expiración sin constatación inmediata. Detrás del monumento a Colón
había varios edificios que fueron remodelados en distintas ocasiones. Uno de
ellos era el Condominio Versalles realizado por el arquitecto Mario Pani. La
reestructuración que yo recuerdo, colocó vidrios reflejantes de un color azul
espantoso. Probablemente esto se realizó para hacerle parecer lo que no era: una
construcción actual. Alguna vez, en las mismas condiciones de flaunerismo irreflexivo, llegué al
lugar, y el espacio tenía una mezcla de melancolía y estupidez. Un destello
azulado lo cubría todo con unas ganas de joder que daba gusto. Señalaba lo
mismo que hay ahora en el entorno, pero que es más difícil percibir mediante la
observación de los objetos que lo conforman; una ruina más o menos organizada
del capitalismo farsante. Antes, gracias a ello, el espacio donaba ese descuido, reflejado en una
desoladora consecuencia. Desde ahí se podía entender a cabalidad el entorno.
Sólo algo así podría pensarse como el verdadero paraíso; uno que se niegue a sí
mismo, desierto de desamparo en el que, sin embargo, se puede sobrevivir. Una
ruina que no desea serlo, que simula su trascendencia y que a la vez es, para
los ojos de los hombres cabales del capitalismo en bruto, todavía pasable. El
error puede verse ahí, desde una mirada lúcida que busca los restos del
desastre, no ya necesariamente en los escombros, sino en las imperfecciones del
sistema que señalan que eso es ya una calamidad retocada. La catástrofe sería
entonces el origen de esa posibilidad, entendida como discontinuidad,
divergencia, o quizá como histéresis.
A grandes rasgos, este último es un concepto usado en termodinámica que implica
la no regresión del suceso a su estado inicial, su evolución en términos de
cambio irreversible. Un estado de suspensión que le obliga por fin a negarse a
sí mismo.
Si bien aquella imagen de la construcción ausente frente a mí representaría
ese estado irreversible, la desaparición radical de sus restos es lo que más se
parece el principio de un estado de cosas que podría terminar por establecerse
y que está hecho de olvido por sustitución. Contrapunteo entonces esto con unas
fotografías de Chernóbil que viera hace
poco, tomadas por un arriesgado aficionado2 que visitó el lugar a
pesar de las prohibiciones; crudas, sin idealización alguna salvo la del
documento, y por ello contundentes respecto al abandono y a la vez al
florecimiento natural de lo siniestro. Sus imágenes simples nos conmueven, pues
son una constatación que completa la historia como post scriptum. El vacío ahí, la muerte o la deformidad se registran
por la presencia de lo que dejaron. ¿Por qué la mirada busca refugio en esos
recovecos visuales, si son lugares en los que uno no podría quedarse? Quizá
porque se trata del summum de este
excedente que negara la posibilidad de la recuperación de presente en un gasto
con rumbo a lo catastrófico. La duda que me incomoda es esta; si es posible reconocerse
en espacios como ese y cómo, y qué alcance tienen nuestras máquinas simbólicas
de pensamiento construidas en un contexto como tal. La única fortuna es que ahí
la evidencia permanece. Y el caso es que si pasa lo contrario, si la evidencia
desaparece con velocidad, ¿será posible aún construir significados complejos
dentro de estas ruinas negadas de cultura tecnocrática y fuerza postcolonial,
que hacen uso de estrategias nuevas para pasar desapercibidas?
Pensar en EPN
ahora es inevitable, en la farsa encadenada que implica y en cómo está claro
que a pesar de que han conseguido ponerlo donde ahora está, deja ver su ineptitud
cada que abre la boca. Si bien parece lo peor que podría habernos pasado, se
trata del estado límite en el desastre de una nación, que ya antes era
evidente. Los símbolos patrios, la imaginería de nacionalismo ramplón que se
sostenía a duras penas era ya una ruina y EPN la representa a la
perfección. Es decir, que su entrada no
es lo peor que nos puede pasar. Lo peor sería que fuéramos invisibilizándolo
con el paso del tiempo. Que esa ruina delante de nosotros pudiera finalmente no
ser percibida, parecer limpieza, efectividad buena onda, espacio confortable. Y
eso puede combatirse sencillamente: la creación que visibilice todos los
errores posibles, como una especie de filtro que no se concentre en lo que pasa
a través de él, sino en lo que no pasa, en lo que se queda sin filtrar.
Padacitos, por mínimos que sean, que dejen claro que la catástrofe debe
observarse como un espacio que no puede olvidar su propio desastre, que mantiene
visible la inquietante ruina que es, que sigue siendo.
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