Ainhoa Vásquez Mejías
En la primera, segunda, tercera y cuarta visita al Museo de Antropología, siempre salí con la sensación de estar en presencia de algo grande, monumental: el inicio de las civilizaciones latinoamericanas, el inicio de toda nuestra historia. De alguna forma, creo que esperaba encontrar las respuestas a las interrogantes ancestrales, las dudas a mi propia existencia. Nunca cuestioné de manera crítica ese templo de sabiduría y aprendizaje que enseñaba “tan objetivamente” nuestra historia. Nunca habría dudado de la neutralidad y las buenas intenciones de los curadores que nos regocijaron con un espacio tan descomunal. Como mucho, mi descontento pasaba, más que nada, por el hecho de que nunca alcanzaba a recorrerlo por completo, debido a su carácter inabarcable. Así, cada vez me prometía a mí misma un día ir con el tiempo suficiente para detenerme en detalle en cada sala, leer cada referencia y ver todos los videos que ahí se mostraban.
Debo admitir que nunca me di el tiempo para hacerlo como lo había planeado. Sin embargo, hubo una mañana en que me detuve a observar con calma detalles que antes se me habían escapado. Si bien, en esta última visita nuevamente reafirmé el carácter inabarcable del museo, ya no sólo lo medí en términos de proporciones y cantidades, sino también descubrí con cierto horror que no me da miedo reconocer, que el museo también era imposible de abarcar (en el sentido de entender) por todas las contradicciones que en él se presentan. Fue entonces que alcancé, al menos, a percibir que existían otros objetivos que se ocultaban bajo esa pretendida objetividad y que a simple vista se diluyen en lo majestuoso.
Creo que fue en ese momento en que entendí que los museos - y éste en particular - no son una construcción cultural inocente. Los museos esconden un intento de dominio, una demostración de una supremacía sobre una cultura otra, diferente, con la que se pretende lograr una distancia. Más adelante leí a Octavio Paz, que reafirmó lo que ya había comenzado a sospechar: lo que se busca al exponer la cultura azteca en la sala principal del Museo Antropológico, es un claro símbolo de opresión sobre ellos, un intento por hacer patente que la cultura occidental fue más fuerte y logró conquistarlos hasta el punto de reducirlos a vitrinas. De la misma manera, lo que se busca es lograr esa diferenciación, dejar en claro que los mexicanos actuales ya no son eso que se encuentra fosilizado en una sala para la exhibición de todos, extranjeros y nacionales; que la civilización logró derrotar a la barbarie.
Al tomar conciencia de esto, empecé a entender también la lógica de otras manifestaciones y no pude pasar por alto el caso del Huáscar en Chile; un barco que perteneció a los peruanos durante la Guerra del Pacífico y hoy funge como sala conmemorativa de aquel período. Al término de la guerra, los chilenos se apoderaron del barco (enorme, imponente), construyendo en su interior, un recordatorio del conflicto. Desde esa época (1879), los peruanos han reclamado se les devuelva, pues consideran una ofensa que éste se haya convertido en museo luego de que tantos hombres murieran en él; sin embargo, el Gobierno chileno se ha rehusado a regresarlo, arguyendo que forma parte de su memoria histórica. Así, por más que quiera disfrazarse de cultura e historia, las pretensiones políticas que lo transformaron en museo, corresponden a la intención de establecer la superioridad que logró Chile sobre Perú, a la vez que busca marcar una clara e inobjetable distancia entre ellos: perdedores y subordinados, y nosotros: vencedores y dominadores.
No hay inocencia en los museos, sino, por el contrario, una fuerte ideología política. Es por ello que resulta tan extraño encontrar una contradicción fundamental en el Museo de Antropología de México: si se pretende conseguir una distancia entre vencedores y vencidos y bárbaros y civilizados que, tal como viera agudamente el Premio Nobel de Literatura, queda demostrada en la exposición de los restos de las culturas prehispánicas y la re-presentación de las culturas indígenas que aún perviven, ¿qué se busca al transmitir un video acerca del mexicano actual?, quizás también se quiera vender la imagen del México contemporáneo según los parámetros de lo exótico. Quien alguna vez se ha detenido por un poco más de tiempo en cada sala del Museo podrá recordar haber escuchado en un segundo piso una música que mezcla lo pop y lo folklórico mientras una familia “tradicional” repite incansablemente palabras del dialecto náhuatl.
Aquí está esa contradicción de la que hablo. Mientras, por una parte, el Museo pretende distanciar a los mexicanos actuales (civilizados y dominadores) del salvajismo de sus culturas prehispánicas y de los indígenas que aún viven en la periferia al circunscribirlos a vitrinas; por otra, se reviste al mexicano actual de un aura exótica al exhibir un video en el cual se re-presentan (mediante sketch de bajo presupuesto) las palabras provenientes de dialectos indígenas y que aún hoy utilizan los mexicanos a menudo. Como si esto fuera poco, al término de la exposición de dichas palabras, comienza a escucharse de fondo una cancioncita ridícula que pretende que el espectador atento pueda ensayar la lección aprendida y transformarse así, en pocos minutos, en un claro ejemplo de sujeto exótico mexicano.
Esta auto-exotización refleja una profunda contradicción en el Museo Antropológico y una indecisión respecto a las políticas utilizadas para las exhibiciones. ¿El mexicano actual es o no un sujeto exótico digno de exponer en vitrinas o videos? ¿El mexicano actual niega o afirma su tradición indígena? Realmente no tengo idea de si la mejor manera de entender al mexicano y su cultura en el exterior sea desde la civilización o desde el dominio de lo prehispánico o a través de la explotación de la memoria y su tradición, pero tengo la sospecha de que al incluir a los mexicanos actuales como parte de la curatoría se están, de alguna forma, autoincluyendo como piezas de museo.
Millones de preguntas me surgieron ese día y han seguido rondándome de forma constante cada vez que he pisado el Museo de Antropología y otros museos de América Latina en que se repiten este tipo de representaciones nacionales. Si bien, la pregunta por la “esencia” del mexicano o el latinoamericano parece haber quedado saldada hace muchos años, tras una evidente respuesta negativa, pareciera que la política de éste, como otros museos, es justamente escindir aquello civilizado de lo bárbaro (que supuestamente compone a México) para venderse desde ambos puntos por igual al extranjero deseoso de ver encarnada la otredad y esa “esencia” exótica que recorre todas las etapas históricas. A mí como foránea latinoamericana, al menos, no me está pareciendo inocente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario