Ana Fuente Montes de Oca
Heriberto despertó, como tantas otras
veces, para descubrir que lo más emocionante de su día sería contemplar las
figuras que se formaban en las rugosidades del techo si fijaba la mirada en un
punto. Como siempre, habría permanecido en la cama de no ser por las dolorosas
ganas de orinar que lo obligaban a levantarse todas las mañanas. La idea de
mojar la cama había cruzado por su mente en más de una ocasión, pero se había
contenido pensando en que una cama fría probablemente sería aun peor.
Ya de pie,
descubrió que la gotera del baño había crecido junto con la enorme colonia de
hongos negros que decoraban los bordes de los mosaicos partidos. Observó
cuidadosamente su opaco reflejo en el vidrio estrellado del espejo. Se pasó la
mano izquierda por la tupida barba mientras se rascaba los testículos con la
derecha. La enormidad de su barriga le impedía ver las pocas cucarachas que
seguían explorando la podredumbre del lavabo.
Se dirigió a
la cocina y abrió el refrigerador. Sacó un queso enmohecido y bebió la leche
cuajada directamente del cartón. No pudo reconocer de dónde provenía el sabor
acedo, así que engulló ambos simultáneamente.
Después de
vestirse, se dirigió hacia la puerta. Agarró una botella de plástico que se
encontraba ahí y empapó un pedacito de estopa en el aguarrás que contenía.
Escondió la estopa bajo su manga izquierda y se guardó la botella en la bolsa
trasera del pantalón, que cubrió con el saco viejo y polvoriento que se puso.
Salió de su casa enfundado en sus habituales harapos y practicó entre dientes
su repertorio de peroratas:
-Joven, damita, yo no quiero ser
ladrón. Yo no quiero ser maleante, ni pasarme de cabrón… mi mujer está malita,
no le sirve su riñón, le pido una ayudadita pa’ su humilde servidor… No quiero millones, no busco ser rico,
pero no sean mamones, denme tantito… Yo
soy bien honesto, nunca he sido ratero. Antes muerto, que andar de culero. Les
pido dinero en este caso de urgencia, pa’ mi pobre vieja y su horrible
dolencia.
Practicadas
las rutinas, entró a la estación del metro. Hizo uno, dos, tres trasbordos,
alejándose cada vez más de lugar de partida, convencido de que la gente había
empezado a reconocerlo y por eso el día estaba siendo tan flojo. De pronto,
parado en el andén, tratando de idear una nueva ruta, un fino reflejo llamó su
atención.
Al
recogerlo, descubrió que se trataba de una onza de plata. Inmediatamente trató
de vender su hallazgo, pero sólo recibió lo habitual: los hombres se acercaron
a sus mujeres, las madres le taparon los ojos a sus hijos y los ancianos
simplemente lo miraron con asco. Cuando llegó al extremo del corredor, se asomó
a ver si el tren estaba cerca y percibió las dos luces que anunciaban su pronta
llegada. Como todos los días, pensó en saltar.
-Es hoy- se dijo. Con las puntas de
los pies sobre el filo, inclinado hacia el vacío final, sostenía con fuerza la
estopa en la mano izquierda y la moneda en la derecha. Inhaló potentemente y
guardó el aire durante varios segundos, apretó los ojos, pero no pudo saltar.
Un sonoro suspiro se le escapó mientras relajaba los músculos. Al dejar caer la
moneda, pensó que la solución era ésa: alguien más decidiría por él.
-Águila, me quedo… Angelito, me tiro-
pronunció en voz alta pensando erróneamente que a alguien le interesaría.
Escuchaba a
lo lejos al tren aproximarse. El corazón le rebotaba entre las costillas,
multiplicando exponencialmente el mareo que le nublaba la vista. ¿Angelito era qué? ¿Águila… cómo? ¿Sí es un
angelito? A pesar de él, su mano temblorosa lanzó la moneda, ávida de
respuestas, de decisiones, de contundencia. El rumor del metro se vio opacado
por el sonido del metal que golpeó el concreto. La gente se acercó a la orilla
peleando por un lugar privilegiado para subir al vagón mientras él se agachaba
a descubrir su destino.
No terminó de enfocar la mirada.
Sintió en el costado unas diminutas manos que lo empujaron para agarrar la
moneda antes que él. El piso se desvaneció bajo sus pies, el olor del caucho de
las llantas apestó el lugar y las luces lo desorientaron hasta que dudó si caía
o levitaba… y ahí, entre los cada vez más lejanos alaridos de horror de los
pasajeros y el cercano frente del tren del tren, la fina vocecita de un niño:
-¡Mira, má! ¡Me encontré una monedota
de un ángel!
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