jueves, 17 de mayo de 2012

28.3 gramos de suerte


Ana Fuente Montes de Oca


Heriberto despertó, como tantas otras veces, para descubrir que lo más emocionante de su día sería contemplar las figuras que se formaban en las rugosidades del techo si fijaba la mirada en un punto. Como siempre, habría permanecido en la cama de no ser por las dolorosas ganas de orinar que lo obligaban a levantarse todas las mañanas. La idea de mojar la cama había cruzado por su mente en más de una ocasión, pero se había contenido pensando en que una cama fría probablemente sería aun peor.

Ya de pie, descubrió que la gotera del baño había crecido junto con la enorme colonia de hongos negros que decoraban los bordes de los mosaicos partidos. Observó cuidadosamente su opaco reflejo en el vidrio estrellado del espejo. Se pasó la mano izquierda por la tupida barba mientras se rascaba los testículos con la derecha. La enormidad de su barriga le impedía ver las pocas cucarachas que seguían explorando la podredumbre del lavabo.

Se dirigió a la cocina y abrió el refrigerador. Sacó un queso enmohecido y bebió la leche cuajada directamente del cartón. No pudo reconocer de dónde provenía el sabor acedo, así que engulló ambos simultáneamente.

Después de vestirse, se dirigió hacia la puerta. Agarró una botella de plástico que se encontraba ahí y empapó un pedacito de estopa en el aguarrás que contenía. Escondió la estopa bajo su manga izquierda y se guardó la botella en la bolsa trasera del pantalón, que cubrió con el saco viejo y polvoriento que se puso. Salió de su casa enfundado en sus habituales harapos y practicó entre dientes su repertorio de peroratas:

-Joven, damita, yo no quiero ser ladrón. Yo no quiero ser maleante, ni pasarme de cabrón… mi mujer está malita, no le sirve su riñón, le pido una ayudadita pa’ su humilde servidor… No quiero millones, no busco ser rico, pero no sean mamones, denme tantito… Yo soy bien honesto, nunca he sido ratero. Antes muerto, que andar de culero. Les pido dinero en este caso de urgencia, pa’ mi pobre vieja y su horrible dolencia.

Practicadas las rutinas, entró a la estación del metro. Hizo uno, dos, tres trasbordos, alejándose cada vez más de lugar de partida, convencido de que la gente había empezado a reconocerlo y por eso el día estaba siendo tan flojo. De pronto, parado en el andén, tratando de idear una nueva ruta, un fino reflejo llamó su atención.

Al recogerlo, descubrió que se trataba de una onza de plata. Inmediatamente trató de vender su hallazgo, pero sólo recibió lo habitual: los hombres se acercaron a sus mujeres, las madres le taparon los ojos a sus hijos y los ancianos simplemente lo miraron con asco. Cuando llegó al extremo del corredor, se asomó a ver si el tren estaba cerca y percibió las dos luces que anunciaban su pronta llegada. Como todos los días, pensó en saltar.
-Es hoy- se dijo. Con las puntas de los pies sobre el filo, inclinado hacia el vacío final, sostenía con fuerza la estopa en la mano izquierda y la moneda en la derecha. Inhaló potentemente y guardó el aire durante varios segundos, apretó los ojos, pero no pudo saltar. Un sonoro suspiro se le escapó mientras relajaba los músculos. Al dejar caer la moneda, pensó que la solución era ésa: alguien más decidiría por él.

-Águila, me quedo… Angelito, me tiro- pronunció en voz alta pensando erróneamente que a alguien le interesaría.

Escuchaba a lo lejos al tren aproximarse. El corazón le rebotaba entre las costillas, multiplicando exponencialmente el mareo que le nublaba la vista. ¿Angelito era qué? ¿Águila… cómo? ¿Sí es un angelito? A pesar de él, su mano temblorosa lanzó la moneda, ávida de respuestas, de decisiones, de contundencia. El rumor del metro se vio opacado por el sonido del metal que golpeó el concreto. La gente se acercó a la orilla peleando por un lugar privilegiado para subir al vagón mientras él se agachaba a descubrir su destino.
No terminó de enfocar la mirada. Sintió en el costado unas diminutas manos que lo empujaron para agarrar la moneda antes que él. El piso se desvaneció bajo sus pies, el olor del caucho de las llantas apestó el lugar y las luces lo desorientaron hasta que dudó si caía o levitaba… y ahí, entre los cada vez más lejanos alaridos de horror de los pasajeros y el cercano frente del tren del tren, la fina vocecita de un niño:

-¡Mira, má! ¡Me encontré una monedota de un ángel!

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