César Cortés Vega
1. Democracia.- Antonio Gómez
Robledo, el célebre socrático mexicano, lo decía de nuevo, remasterizado
y salival, en la boca de José Antonio Alcaraz: lo cursi es lo exquisito
fallido. Buena definición que no hay por qué no volver a repetir acá.
Tampoco habrá que tener reparo en decir que mucho de lo que se produce bajo la
sombra de “capitalismo cultural” es una continuación de los pasteles de boda o de
los pueblitos de porcelana o de los personajes de caricatura tallados en madera
que todos nosotros hemos apreciado alguna vez, aunque sea por pura voluntad
desmadrosa. El modernista veracruzano Carlos Díaz Dufoo ya elevaba lo
cursi a una forma de arte que fracasaba en la medida de su propio triunfo, producido
acaso por un creador incapaz de darse cuenta de que lo suyo ya conduce sus
carros alegóricos de ensueño por la carretera de la incapacidad colectiva en la
que el arte enfila también a sus reses disfrazadas. "Lo cursi es un éxito
que fracasa” decía Dufoo. Agrego, una señal de que se vive a expensas de la
exaltación vista por la rendija de la mezquindad. Y es que mucho de lo que
intenta no ser cursi, termina también por parecérsele, gracias a que si bien lo
novedoso describe lo no convencional, también señala lo inacabado. ¿Por qué
habríamos de sorprendernos por una propuesta nueva, sino justo porque nos habla
de una carencia antecedente? El sentido común, ya lo sabemos, tiene mucho de
lugar común.
Alcaraz |
Volviendo
al gordo Alcaraz -esa especie de buda enojado que te odiaba con amor musical- me
queda claro que lo suyo era a veces explosivo; colocaba sus ojos saltones sobre
los que éramos sus alumnos, la mira justo en el centro de tu frente. Lo que
deseaba era chingar, claro, mientras cándido afirmaba con la cabeza y en
silencio lo que decía. Lo podría haber soltado así: Hay algo más. Si
hay que ponerle ejemplos a lo cursi, podemos tomar también a los punks, al
hiperrealismo, a los poetas, al “fridakahlismo” e incluso a muchas clases de
vanguardia sacada de las mangas de algún roñoso oportunista. Era inevitable el sonrojarse un poco mientras al oírlo tensabas, sin darte
cuenta, los músculos un poco más.
Festival de locos. San Miguel de Allende. |
Y lo
recuerdo acá porque me pareció que lo que decía se aplicaba muy bien a algunos debates
en las redes sociales que en lugar de enfilar su artillería sobre los problemas
graves de política nacional que todos conocemos, reclamaban algo ridículo e
improbable: panegíricos minimalistas de productores relampagueantes, empeñados
en gomosas batallas, defendiendo tonterías o lógicas literarias acomodaticias
para la trascendencia y el recuerdo de álbum. Algo así como el estilo de un
chismógrafo a duras penas culterano, un cuadernito con dibujos al costado como
collage televisivo, un diario de anotaciones con las fechas escritas en letra glamorosa,
realizado por criaturas que si bien han leído lo suficiente como para
sobresalir con frases pirotécnicas de la masa que usa la red para poner fotos
de sus borracheras o el sabor del tamal que engullen, son parte de un conjunto que también evoluciona
gracias a las pasiones humanas más confusas. Detrás de muchos publicistas de sí
mismos se esconde un conservadurismo que pasa por mero sentido común. Hay ahí una
abyección animal en estado puro muy parecida
a la de nuestros nobles artistas que defienden con la careta de la honestidad,
argumentos del siglo XIX. Claro; en la obra generada para la trascendencia no
se busca la perfección sino, en todo caso, la ilusión de sinceridad y el
secreto deseo de ser consumido a toda costa. Por eso lo producido ahí es cursi;
porque descuida los objetivos y muestra aspavientos con el fin de ocultar que el
centro de su deseo pretendido está hueco. Más allá de lo meramente formal, lo
cursi está basado en una confusión que mezcla –como en todo gran problema
humano- los fines con los medios.
2. Qué hacemos aquí.- Previsible crítica. Pero habrá que llevarla a cabo, pues nada me redime. Incluso puedo aceptar, algo del lodo me divierte. Gozo al mirarlo, tanto como gozo las construcciones barrocas de merengue mexicano, muchas de las cuales nos han llevado al desastre en el que estamos. Por eso vale la pena hacerlo notar, darle un formato paratextual adecuado; si estas torres de naipes se dirigieran hacia el cambio, no reivindicarían con tanta violencia el sentimentalismo del cual pocos pueden ufanarse de escapar. Gran parte del gusto por estar representado en el espacio electrónico es el disfrute de lo frívolo. Es decir, reivindicar el hecho de que nuestros mediocres actos son trascendentales en todo momento, afirmar la supremacía de la conciencia en lugares como las redes sociales, es una de las cursilerías menos observadas, pero más recurridas. La preponderancia de un argumento puede parecerse ahí a una guerra incendiaria. Y yo no tengo tanto en contra de ella, salvo por el hecho de que se produzca gracias a la mala administración de lo vano –y no meramente por su espontánea aparición–. Porque este nuevo tipo de guerra florida es derroche de exceso, acumulación de perfiles de enfurecidos condenados en la nueva plaza pública, como si se tratara de un pastel de bits y carne humana. Y si eso no tiene tanto de divertido, por lo menos se acerca al ridículo: siendo una especie de periódico mural, las redes sociales son tomadas como el todo; si en realidad toda esa gente que dice que va a hacer algo, lo hiciera en verdad, entonces los cambios se sucederían uno detrás del otro. Pero si una cosa así es remediable, ¿es la seriedad del asunto lo que deberemos tomar como premisa para evitarlo? O quizá, siendo en todo caso irremediable gracias a que una voluntad no puede frenar el accionar contundente de las masas, en tanto el mundo se construye gracias a una serie de luchas –de dialéctica delirante, hoy habrá que decirlo así– luego entonces lo que se puede hacer es comprender la naturaleza de dichas luchas. Y lo bufo me parece un ingrediente sustancial de ellas.
Gómez de la Serna reivindica, hasta cierto punto,
la cursilería. Es cuando lo cursi engrana con la conciencia, que se produce su
desagravio. Se trata de una razón del sí mismo como derecho de la intimidad;
para el autor “cursi” es “todo sentimiento que no se comparte”. Es decir;
ingenuidad en la estrategia política para hacer pasar algo como bueno, bello,
deseable. Álvaro Enrigue dice acerca de Gómez de la Serna:
La vitalidad de la cursilería ramoniana es una
forma casi pura de la bondad (…) lo cursi dejó de ser una amenaza para el
cuerpo social, para convertirse en todo lo contrario: una
esperanza; la promesa de que la embriaguez por el adorno terminará por
concederle al mundo la dimensión humana —íntima— que siempre hemos extrañado.
Entonces un poco de vergüenza
ajena: habrá que reivindicar la mala cursilería de esta jauría de usuarios -jóvenes
o viejos, da lo mismo- grandilocuentes de la mala y buena comunicación; ¡guerra
de pasteles! ¡Marfiles tallados de diligentes floripondios, el sueño debajo de
la genealogía arbórea de poder neo-mediático, pupilas nacaradas en la mirada de
desagravio en posteos ingeniosos! Una
voltereta; no hay tiempo ni razón que supere la elegante tontería, el nonsense beckettiano de los señores de
la reclamación. Jaurías de circunspectos, chistosos todos, caminando hacia el
frente con pancartas que tienen, cada una de ellas, el rostro descompuesto de
quien las porta. ¿No es eso lo que se deja ver en nuestras redes sociales, las
nuevas plazas públicas desde las cuales adornamos nuestros cuerpos inmateriales
configurados paradójicamente por un ego exacerbado y por las ganas de
participación?
Gómez de la Serna |
3. Política puerca.- Lo
maldito es cursi. Sobre todo hoy que todos tenemos pinta de malditos. Los escritores
que se roban con sus brujerías medrosas los premios latinoamericanos, y las
adolescentes que no saben que lo que quieren es ser reproductores de la
convencionalidad más abyecta, pero de colores. En el intercambio vertiginoso la
identidad es siempre negociable.
En el excelente libro, Literatura y cursilería,
Carlos Moreno aclara que lo cursi se empalma con algunas características
atribuidas a lo grotesco:
Ambos se resisten a una definición satisfactoria
cuando se pretende generalizar y sacar de su contexto, sea este literario o
artístico, el social o todos ellos…
Si nuestras
generaciones han crecido observando las políticas latinoamericanas que reducen
la normalización de conductas sociales a la mera gestión convenenciera de pesos
y contrapesos públicos, el mejor camino que se puede seguir es el de no
reproducirlas. Pero ¿cómo hacer eso si no hay otra manera de conseguir lo
deseado? Una noble administración de la amenaza permite que nos dejen
parcialmente tranquilos, pues resultamos peligrosos en potencia, ocultos tras
el velo de las maneras buenas y malas. Estas formulaciones son oro licuado de
las relaciones, la sazón de un guiso político que, con la intención de
ocultarse, se devela. Por ello, lo cursi denota una característica especial de
lo grotesco. Se trata de su cara de reverencia plebeya, de política de exiguos
recursos y retórica melindrosa. Puede gritar plañideramente o puede emitir tan
sólo un gazmoño susurro. De cualquier manera, si su naturaleza sólo reproduce
el mismo hacer político del que se queja en la forma, el pastelote sin duda se
vendrá abajo muy pronto. Otra posibilidad, como ha pasado también con las redes
sociales, es que ese método se lleve al límite y se saque finalmente a la
calle. Quizá en ese delirio las cosas puedan tomar un cauce distinto. Lo cursi
acá se cruzaría en la esquina con el carnaval. ¿Qué más daría si en la fiesta
de los locos nuestros actos fuesen de una exquisitez fallida? ¿A qué esteta gazmoño le interesaría clasificarlo así, si
aquella manifestación ya sería un teatro bufo lo suficientemente subversivo. En
este caso, si lo cursi deriva en lo ridículo, la ridiculez asumida y elevada a
una categoría de insumisión, puede muy bien transmutarse en lo que en épocas de
decadencia ayuda a mantener las voluntades en resistencia. El cursi, al ser
capaz de burlarse de su propia cursilería, desmantela el aparato de
circunspección que sostiene sus tonterías como verdades inapelables.
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