Ainhoa Vázquez
Todos vemos o hemos visto alguna telenovela en nuestra vida,
no obstante, pareciera ser políticamente incorrecto reconocerlo y, más aún, confesar
haberse visto envuelto en la trama clásica del conflicto identitario o el
sufrimiento de la heroína. Los mismos creadores de los melodramas tienden,
continuamente, a renegar de ellos. Ya en el año 1973 en una entrevista
realizada por la revista chilena “Paloma” a actores y creadores de telenovelas
mexicanas, aceptaban que para ellos esta industria sólo era un medio de
subsistencia económica que poco aportaba a la realidad nacional. Aarón Hernán,
actor de la clásica “Muchacha italiana viene a casarse”, declaraba
enfáticamente para la periodista chilena que “es cursi, no enseña nada, más
bien envicia al pueblo con sus historias inútiles”. Una opinión similar entregaba
también Ernesto Alonso –actor, director y productor de televisión, conocido mundialmente
como “El Señor Telenovela”– quien, ante la pregunta de por qué no se elevaba el
contenido de los culebrones, teniendo tal poder de convocatoria y con un
público cautivo tan variado, respondía: “el público no quiere cosas pesadas, ni
mensajes, ni mucha literatura difícil”. A pesar de ello, reculaba de sus
afirmaciones momentos después al asegurar que él sí estaba interesado en decir
algo a través de este tipo de ficción: “me interesa que junto con ser un
divertimento, mis historias aborden lo social y lo histórico”, declaraba el
empresario. Fernanda Villeli, la primera libretista de telenovelas mexicanas,
fue la única en este reportaje que defendió el género, segura de que
representaba la vida real como reflejo de la sociedad en la que vivimos.
Posteriormente la equiparaba, incluso, al clásico literario “La comedia humana”,
de Balzac en su forma de retratar los personajes y acciones populares.
Muchacha italiana viene a casarse |
A casi cuarenta años de estas
declaraciones y con la muerte de casi todos los protagonistas del reportaje de
“Paloma”, la polémica sobre su influencia positiva o negativa, parece no tener
fin ni fronteras. Hace sólo algunas semanas en Chile, el actor Alfredo Castro,
ícono del melodrama nacional, anunció su alejamiento de las telenovelas por ser
un mundo en que la gente se pudre: “Es una podredumbre humana, espiritual,
porque es un trabajo muy miserable (…) El tratamiento de los temas es tan
miserable, tan bastardo, que hay un punto en que no se puede más. Yo me enfermé
con la televisión”, afirmó en una entrevista que dio en Venecia. Pocos
personajes del gremio salieron en defensa de su empleo, más bien, casi todos
apoyaron los dichos de Castro, renegando de los factores positivos que la
ficción televisiva podría tener.
Alfredo Castro |
Sea cursi, enviciante, liviano o, más
bien, un espejo de la sociedad, lo cierto es que el melodrama nos sigue
seduciendo a miles de años de su creación y más allá de sus detractores o
seguidores. Probablemente no haya nada que llegue a tanta gente diferente y en
diversos lugares del mundo. Al contrario
de la escritura y otros medios de la “alta cultura”, es capaz de entretener a
espectadores de diversas edades, de distintas clases sociales y tanto a hombres
como mujeres que no requieren de una instrucción previa. Nadie se muestra
indiferente ante el esperado final de la telenovela de moda, por el contrario,
la familia y los amigos se juntan para ver el último capítulo, mientras al día
siguiente es tema obligatorio en la escuela, el trabajo y las reuniones
sociales. Si no lo viste, la exclusión es inmediata y este efecto puede
prolongarse por más de una semana. Recuerdo perfecto la impresión que me causó
escuchar a uno de mis profesores más reconocidos intelectualmente comentar en
clases en la UNAM el final de “Destilando amor” y la sorpresa, aún mayor que me
llevé al descubrir que todos mis compañeros no sólo lo habían visto sino que
cada uno tenía una opinión formada respecto al desenlace, aunque todos pudieron
haberlo negado si no hubiese sido el profesor quien diera el puntapié inicial.
Sea cursi, repetitivo, predecible o
superficial, si hay algo que no podemos discutir es su capacidad de penetrar en
los hogares y en las conversaciones cotidianas, de generar opinión y debate
independiente de quién sea el espectador frente al televisor. Su posible
potencial subversivo habla por sí mismo. Valerio Fuenzalida, académico chileno,
especializado en telenovelas, señaló en algún momento que el arma con la que
cuenta este medio es, justamente, su predominio de lo sentimental sobre lo
crítico. El lenguaje televisivo y su manifestación en el melodrama, nos
instaría a aprender no desde el aspecto racional o reflexivo (propio de la
escritura) sino desde lo lúdico-afectivo, desde la identificación.
Lo que vemos reflejado en la pantalla, el
llanto de la heroína, la valentía del héroe y la lucha diaria por alcanzar la
felicidad, lo trasladamos a nuestra propia experiencia. Gracias a este
acercamiento más inmediato (en el sentido de no mediado más que por las
emociones) nos enfrentamos a situaciones con las cuales somos capaces de
identificarnos. Si bien, no necesariamente vamos a haber vivido el robo de un
hijo, todos en algún momento hemos experimentado la pérdida de algo importante;
si bien no todos hemos estado expuestos a la maldad del villano, en algún
momento de la vida alguien nos han hecho daño. Es por ello que somos capaces de
generar empatía con los protagonistas y su sufrimiento se transforma en el
nuestro. Sobrevendría, así, una catarsis, entendida en su acepción griega,
mediante la cual somos capaces de identificarnos con el drama de los personajes
e inspeccionar en nosotros mismos nuestras conductas y actitudes.
La telenovela, asimismo, propiciaría la
posibilidad de preservar y reconstruir un sentido de vida cotidiana que
permitiría, de alguna forma, mantener unida la cultura al aportarnos
significados compartidos. El melodrama, al hablarnos de nosotros mismos,
ayudaría en la construcción de una sedimentación de un determinado pensamiento,
nos entregaría una explicación de los que somos y lo que podemos llegar a ser –como
individuos y como sociedad– por la vía
de la entretención. Tal como descubriera Carlos Monsiváis varios años atrás, es
en esto que radica su alto poder subversivo, como la construcción de un
imaginario que recoge las aspiraciones y los intereses de los espectadores. Al
ser una “escuela” de sentimientos y valores se nos permitiría aprender a través
de sus referentes. La telenovela, como máxima expresión del melodrama, nos hace
imaginar con referentes reales, nos hace aprender de ellos, a la vez que
suscita diálogos sobre integración y problemáticas sociales que otros medios no
favorecen de la misma manera al no contar con un público cautivo tan amplio y
heterogéneo.
Probablemente sea por esta razón que
desde que comenzó el movimiento estudiantil el año pasado, las telenovelas han
encontrado en este descontento una fuente de inspiración para otorgar un
contexto social al melodrama clásico. Tanto las telenovelas de la tarde como
las nocturnas han incorporado el debate, incluyendo en sus libretos palabras
como “lucro, educación, desigualdad, gratuidad y calidad”. Basta ver dos
minutos de alguno de los culebrones de Televisión Nacional para descubrir la
parodia que tanto guionistas como actores (en un trabajo mancomunado) realizan
de los empresarios y los políticos, de la falta de oportunidades educativas en
Chile y la necesidad de generar conciencia pública respecto a este problema. El
amor entre ricos y pobres, tan típico en el melodrama tradicional, adquiere acá
un nuevo sentido y se actualiza en la contingencia. El melodrama expresa una
función política poco reconocida hasta ahora.
Por supuesto, podemos seguir cegados ante esta evidencia,
podemos mantenernos firmes en la postura de que las telenovelas son el opio del
pueblo y sólo daña la mente de los telespectadores.
Pero también podemos volvernos parte de la industria, entender
su rebeldía y utilizarla en pos de la concientización de la sociedad, tal como
lo han venido haciendo destacados escritores y dramaturgos que han encontrado
en este medio una fuente de expresión. Utilizar los culebrones como un arma de
debate, objeto de producción intelectual y emocional, dejar de subestimar al
pueblo y entender que todos estamos dispuestos y preparados para recibir
información relevante mezclada con lo que a simple vista puede parecer
superficial. No satanizarla sino transformarla, abrir los ojos ante su
potencial subversivo y aprovecharla para implantar temas relevantes, apoyado
por la empatía que sólo puede provocar el melodrama.
Excelente artículo! Pocos se atreverían a decirlo, y aunque soy de las que reniegan del género, la propuesta me seduce.
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