lunes, 1 de octubre de 2012

Melodrama, sociedad y subversión


Ainhoa Vázquez


Todos vemos o hemos visto alguna telenovela en nuestra vida, no obstante, pareciera ser políticamente incorrecto reconocerlo y, más aún, confesar haberse visto envuelto en la trama clásica del conflicto identitario o el sufrimiento de la heroína. Los mismos creadores de los melodramas tienden, continuamente, a renegar de ellos. Ya en el año 1973 en una entrevista realizada por la revista chilena “Paloma” a actores y creadores de telenovelas mexicanas, aceptaban que para ellos esta industria sólo era un medio de subsistencia económica que poco aportaba a la realidad nacional. Aarón Hernán, actor de la clásica “Muchacha italiana viene a casarse”, declaraba enfáticamente para la periodista chilena que “es cursi, no enseña nada, más bien envicia al pueblo con sus historias inútiles”. Una opinión similar entregaba también Ernesto Alonso –actor, director y productor de televisión, conocido mundialmente como “El Señor Telenovela”– quien, ante la pregunta de por qué no se elevaba el contenido de los culebrones, teniendo tal poder de convocatoria y con un público cautivo tan variado, respondía: “el público no quiere cosas pesadas, ni mensajes, ni mucha literatura difícil”. A pesar de ello, reculaba de sus afirmaciones momentos después al asegurar que él sí estaba interesado en decir algo a través de este tipo de ficción: “me interesa que junto con ser un divertimento, mis historias aborden lo social y lo histórico”, declaraba el empresario. Fernanda Villeli, la primera libretista de telenovelas mexicanas, fue la única en este reportaje que defendió el género, segura de que representaba la vida real como reflejo de la sociedad en la que vivimos. Posteriormente la equiparaba, incluso, al clásico literario “La comedia humana”, de Balzac en su forma de retratar los personajes y acciones populares.

Muchacha italiana viene a casarse
A casi cuarenta años de estas declaraciones y con la muerte de casi todos los protagonistas del reportaje de “Paloma”, la polémica sobre su influencia positiva o negativa, parece no tener fin ni fronteras. Hace sólo algunas semanas en Chile, el actor Alfredo Castro, ícono del melodrama nacional, anunció su alejamiento de las telenovelas por ser un mundo en que la gente se pudre: “Es una podredumbre humana, espiritual, porque es un trabajo muy miserable (…) El tratamiento de los temas es tan miserable, tan bastardo, que hay un punto en que no se puede más. Yo me enfermé con la televisión”, afirmó en una entrevista que dio en Venecia. Pocos personajes del gremio salieron en defensa de su empleo, más bien, casi todos apoyaron los dichos de Castro, renegando de los factores positivos que la ficción televisiva podría tener. 

Alfredo Castro
Sea cursi, enviciante, liviano o, más bien, un espejo de la sociedad, lo cierto es que el melodrama nos sigue seduciendo a miles de años de su creación y más allá de sus detractores o seguidores. Probablemente no haya nada que llegue a tanta gente diferente y en diversos lugares del mundo. Al contrario de la escritura y otros medios de la “alta cultura”, es capaz de entretener a espectadores de diversas edades, de distintas clases sociales y tanto a hombres como mujeres que no requieren de una instrucción previa. Nadie se muestra indiferente ante el esperado final de la telenovela de moda, por el contrario, la familia y los amigos se juntan para ver el último capítulo, mientras al día siguiente es tema obligatorio en la escuela, el trabajo y las reuniones sociales. Si no lo viste, la exclusión es inmediata y este efecto puede prolongarse por más de una semana. Recuerdo perfecto la impresión que me causó escuchar a uno de mis profesores más reconocidos intelectualmente comentar en clases en la UNAM el final de “Destilando amor” y la sorpresa, aún mayor que me llevé al descubrir que todos mis compañeros no sólo lo habían visto sino que cada uno tenía una opinión formada respecto al desenlace, aunque todos pudieron haberlo negado si no hubiese sido el profesor quien diera el puntapié inicial.


Sea cursi, repetitivo, predecible o superficial, si hay algo que no podemos discutir es su capacidad de penetrar en los hogares y en las conversaciones cotidianas, de generar opinión y debate independiente de quién sea el espectador frente al televisor. Su posible potencial subversivo habla por sí mismo. Valerio Fuenzalida, académico chileno, especializado en telenovelas, señaló en algún momento que el arma con la que cuenta este medio es, justamente, su predominio de lo sentimental sobre lo crítico. El lenguaje televisivo y su manifestación en el melodrama, nos instaría a aprender no desde el aspecto racional o reflexivo (propio de la escritura) sino desde lo lúdico-afectivo, desde la identificación.

Lo que vemos reflejado en la pantalla, el llanto de la heroína, la valentía del héroe y la lucha diaria por alcanzar la felicidad, lo trasladamos a nuestra propia experiencia. Gracias a este acercamiento más inmediato (en el sentido de no mediado más que por las emociones) nos enfrentamos a situaciones con las cuales somos capaces de identificarnos. Si bien, no necesariamente vamos a haber vivido el robo de un hijo, todos en algún momento hemos experimentado la pérdida de algo importante; si bien no todos hemos estado expuestos a la maldad del villano, en algún momento de la vida alguien nos han hecho daño. Es por ello que somos capaces de generar empatía con los protagonistas y su sufrimiento se transforma en el nuestro. Sobrevendría, así, una catarsis, entendida en su acepción griega, mediante la cual somos capaces de identificarnos con el drama de los personajes e inspeccionar en nosotros mismos nuestras conductas y actitudes.

La telenovela, asimismo, propiciaría la posibilidad de preservar y reconstruir un sentido de vida cotidiana que permitiría, de alguna forma, mantener unida la cultura al aportarnos significados compartidos. El melodrama, al hablarnos de nosotros mismos, ayudaría en la construcción de una sedimentación de un determinado pensamiento, nos entregaría una explicación de los que somos y lo que podemos llegar a ser –como individuos y como sociedad–  por la vía de la entretención. Tal como descubriera Carlos Monsiváis varios años atrás, es en esto que radica su alto poder subversivo, como la construcción de un imaginario que recoge las aspiraciones y los intereses de los espectadores. Al ser una “escuela” de sentimientos y valores se nos permitiría aprender a través de sus referentes. La telenovela, como máxima expresión del melodrama, nos hace imaginar con referentes reales, nos hace aprender de ellos, a la vez que suscita diálogos sobre integración y problemáticas sociales que otros medios no favorecen de la misma manera al no contar con un público cautivo tan amplio y heterogéneo.


Probablemente sea por esta razón que desde que comenzó el movimiento estudiantil el año pasado, las telenovelas han encontrado en este descontento una fuente de inspiración para otorgar un contexto social al melodrama clásico. Tanto las telenovelas de la tarde como las nocturnas han incorporado el debate, incluyendo en sus libretos palabras como “lucro, educación, desigualdad, gratuidad y calidad”. Basta ver dos minutos de alguno de los culebrones de Televisión Nacional para descubrir la parodia que tanto guionistas como actores (en un trabajo mancomunado) realizan de los empresarios y los políticos, de la falta de oportunidades educativas en Chile y la necesidad de generar conciencia pública respecto a este problema. El amor entre ricos y pobres, tan típico en el melodrama tradicional, adquiere acá un nuevo sentido y se actualiza en la contingencia. El melodrama expresa una función política poco reconocida hasta ahora.

Por supuesto, podemos seguir cegados ante esta evidencia, podemos mantenernos firmes en la postura de que las telenovelas son el opio del pueblo y sólo daña la mente de los telespectadores.

             Pero también podemos volvernos parte de la industria, entender su rebeldía y utilizarla en pos de la concientización de la sociedad, tal como lo han venido haciendo destacados escritores y dramaturgos que han encontrado en este medio una fuente de expresión. Utilizar los culebrones como un arma de debate, objeto de producción intelectual y emocional, dejar de subestimar al pueblo y entender que todos estamos dispuestos y preparados para recibir información relevante mezclada con lo que a simple vista puede parecer superficial. No satanizarla sino transformarla, abrir los ojos ante su potencial subversivo y aprovecharla para implantar temas relevantes, apoyado por la empatía que sólo puede provocar el melodrama.


1 comentario:

  1. Excelente artículo! Pocos se atreverían a decirlo, y aunque soy de las que reniegan del género, la propuesta me seduce.

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