jueves, 3 de mayo de 2012

Chichicastenango, la tierra de los huipiles


Ainhoa Vásquez Mejías

Recorrí Chichicastenango como las páginas de un libro. Caminé sus calles, sentí frío, me tomé una cerveza, jugué con unos gatos y me reí de las guacamayas del hotel Santo Tomás... pensé en que las cosas reales siempre son las más fantásticas, las más lejanas a la imaginación concreta. Y es que creo que nunca sospeché que lugares como Chichicastenango pudieran materializarse, sino que sólo existían en la imaginación de los escritores indigenistas. Me era imposible visualizar una comunidad decidida a perpetuar su idioma maya-quiché, resistiéndose a leer y escribir en la lengua de los conquistadores, obcecados en mantener su cultura y tradición a pesar del tiempo. 


Y es que este poblado maya, ubicado a 140 kilómetros al noroeste de Guatemala, parece haberse cristalizado en una época precolombina: casi no tienen luz eléctrica, por lo que es escaso encontrar aparatos como televisión o radio, mucho menos internet; de sus calles no pavimentadas brota un polvo ancestral; los restaurantes abren apenas un par de horas en la mañana, sólo los días jueves y domingos en que llegan artesanos de todos los alrededores y el pueblo bulle de turistas que se han trasladado kilómetros para ver la fiesta de colores de la feria artesanal. Entre ellos jamás se hablan en español y sus habitantes no han renunciado a vestirse con sus trajes indígenas: las mujeres resaltan a la vista de todos, con sus faldas tradicionales denominadas corte y sus huipiles, telas bordadas a mano que destacan por sus coloridos.

Por supuesto, parece extraño que un pueblo con estas características persista en el tiempo sin verse alterado profundamente con el advenimiento de la modernidad y las nuevas tecnologías. Tampoco es un dato menor que los mayas sean la comunidad aborigen con mayor número de habitantes en el mundo y quizás, también los más arraigados a sus antiguas costumbres. Ellos parecen haber descubierto que la única manera de subsistir es enfrentarse a la actualidad sin olvidar nunca sus orígenes. Transformarse sin perderse. Tomar las herramientas de lo nuevo para convertir lo viejo. Eso es, al menos, lo que sucede con la comunidad de Chichicastenango, cuya máxima representación es el huipil, una vestimenta que proviene de sus antepasados y que hoy ha entrado en la artesanía de reciclaje. 


Juana, una sacerdotisa maya, me habló de la importancia del tejido y el diseño que cada grupo étnico impregna en sus huipiles, ya que no es considerada sólo una prenda de vestir, sino también un símbolo de pertenencia que las conecta con sus raíces primigenias. Una mujer dedicada ocho horas diarias a su confección, se demoraría aproximadamente dos meses en terminarlo. Antiguamente, incluso, cuando una joven se comprometía en matrimonio, tanto las mujeres de su familia como las de la familia del novio, se unían para bordarle con seda blanca el huipil que vestiría ese día, así, a través de sus manos, establecían un lazo en el acto de tejer y que se materializaba, finalmente, en el producto artesanal. La tarea duraba más de cuatro meses de dedicación exclusiva. 

       Sacando cuentas, un huipil simple que estuviera a la venta costaría más de mil quinientos dólares, si también en el comercio se considerara la mano de obra, no obstante, todos sabemos que existen muy pocas personas dispuestas a pagar lo que realmente vale este trabajo. Por esto, no es raro encontrar los huipiles que ya han sido usados y aquellos en que el paso del tiempo se ha impregnado, amontonados en tiendas de toda Guatemala, a un precio excesivamente bajo para el trabajo que representan. Ante la posibilidad de que quede finalmente en la basura el esfuerzo y el cariño que se ha puesto en el bordado, resulta mejor venderlos a extranjeros que los usarán para adornar las paredes de sus casas.


Frente al costo simbólico que este trabajo representa, cada día quedan menos compradores y menos artesanos dispuestos a dejar su vida en este arte. Los compradores, turistas gringos en su mayoría, se desviven pidiendo precios aún más bajos a los artesanos que recorren Guatemala. Probablemente utilizan el huipil una o dos veces, instaurando la moda del arte indígena entre sus amigos, para terminar colgando el huipil en sus casas que, al menos cumplen su cometido de alegrar con sus colores los muros blancos. Por su parte, los mayas guatemaltecos tampoco están dispuestos a invertir tanto tiempo en la confección de nuevos huipiles, por lo que se conforman con recolectar y vender aquellos que ya nadie utiliza y que fueron fabricados muchos años atrás. Al menos esto es lo que sucede en gran parte de Guatemala de la que Chichicastenango cada vez más se constituye una excepción.

Conocí a Antonio en Chile, en la Feria de Artesanía que organiza la Universidad Católica. Fue por él que escuché por primera vez hablar de los huipiles y su significado para su cultura maya. Años después fui a verlo a su tierra, Chichicastenango, donde retomamos la conversación iniciada algunos años antes y me contó acerca de su afán por preservar este arte que teme se pierda para siempre. De inmediato decidió hacerme un recorrido por su taller, el lugar donde se produce la magia y se mantiene viva la tradición.



Antonio entendió las dificultades que representa continuar con la confección de los huipiles, sin embargo, de forma visionaria, ideó una manera de conservarlos a través del reciclaje.   Así, un día descubrió que los antiguos huipiles podían desprenderse de su función de prenda de vestir y ser expuestos a un proceso de corte para ser utilizados como parches o aplicaciones en chaquetas, bolsos, cojines, estuches, cubrecamas... Antonio recoge los huipiles, incluso aquellos que parecieran haber cumplido a cabalidad su tiempo de vida útil, pacientemente los lava, los deja secar al sol, a muchos de ellos lo tiñe otra vez para recuperar el color primigenio que los caracteriza, posteriormente los corta y produce un nuevo objeto sin perder la tradición de sus antepasados.


De esta forma, los mayas de Chichicastenango, cuyo ejemplo puede ser Antonio – aunque de seguro existen muchos artesanos más dedicados a esta tarea – no han perdido el color que los caracteriza, y más aún, han logrado reunir en una sola prenda el origen, sus ritos, sus mitos y la actualidad. La transformación de un objeto que, a la vez, permite la preservación de la cultura, la identidad de esta etnia. Chichicastenango es, gracias a sus huipiles y al arte del reciclaje que los convierte en algo nuevo, un pueblo que se constituye un portal entre el ayer y el hoy, el pasado y el futuro, lo indígena y lo occidental: una muestra de las tradiciones de nuestra América Latina que, a pesar del tiempo y las circunstancias, se niegan a morir.


1 comentario:

  1. hola buenas noches esta hermoso el bordado queriamos saver si algun artesano trabaja estos bordados interesantes para que se pueda contactar amexico huatulco oax mexico 5871249 y 5834097 0 ala linea gratuita 018001232462

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