Ainhoa Vásquez Mejías
Recorrí
Chichicastenango como las páginas de un libro. Caminé sus calles, sentí frío,
me tomé una cerveza, jugué con unos gatos y me reí de las guacamayas del hotel
Santo Tomás... pensé en que las cosas reales siempre son las más fantásticas,
las más lejanas a la imaginación concreta. Y es que creo que nunca sospeché que
lugares como Chichicastenango pudieran materializarse, sino que sólo existían
en la imaginación de los escritores indigenistas. Me era imposible visualizar
una comunidad decidida a perpetuar su idioma maya-quiché, resistiéndose a leer
y escribir en la lengua de los conquistadores, obcecados en mantener su cultura
y tradición a pesar del tiempo.
Y es que este poblado maya, ubicado a 140 kilómetros al noroeste de
Guatemala, parece haberse cristalizado en una época precolombina: casi no tienen
luz eléctrica, por lo que es escaso encontrar aparatos como televisión o radio,
mucho menos internet; de sus calles no pavimentadas brota un polvo ancestral;
los restaurantes abren apenas un par de horas en la mañana, sólo los días
jueves y domingos en que llegan artesanos de todos los alrededores y el pueblo
bulle de turistas que se han trasladado kilómetros para ver la fiesta de
colores de la feria artesanal. Entre ellos jamás se hablan en español y sus
habitantes no han renunciado a vestirse con sus trajes indígenas: las mujeres resaltan
a la vista de todos, con sus faldas tradicionales denominadas corte y sus
huipiles, telas bordadas a mano que destacan por sus coloridos.
Por supuesto, parece extraño que un pueblo con estas características
persista en el tiempo sin verse alterado profundamente con el advenimiento de
la modernidad y las nuevas tecnologías. Tampoco es un dato menor que los mayas
sean la comunidad aborigen con mayor número de habitantes en el mundo y quizás,
también los más arraigados a sus antiguas costumbres. Ellos parecen haber
descubierto que la única manera de subsistir es enfrentarse a la actualidad sin
olvidar nunca sus orígenes. Transformarse sin perderse. Tomar las herramientas
de lo nuevo para convertir lo viejo. Eso es, al menos, lo que sucede con la
comunidad de Chichicastenango, cuya máxima representación es el huipil, una
vestimenta que proviene de sus antepasados y que hoy ha entrado en la artesanía
de reciclaje.
Juana, una sacerdotisa maya, me habló de la importancia del tejido y
el diseño que cada grupo étnico impregna en sus huipiles, ya que no es
considerada sólo una prenda de vestir, sino también un símbolo de pertenencia
que las conecta con sus raíces primigenias. Una mujer dedicada ocho horas
diarias a su confección, se demoraría aproximadamente dos meses en terminarlo. Antiguamente,
incluso, cuando una joven se comprometía en matrimonio, tanto las mujeres de su
familia como las de la familia del novio, se unían para bordarle con seda
blanca el huipil que vestiría ese día, así, a través de sus manos, establecían
un lazo en el acto de tejer y que se materializaba, finalmente, en el producto
artesanal. La tarea duraba más de cuatro meses de dedicación exclusiva.
Sacando cuentas,
un huipil simple que estuviera a la venta costaría más de mil quinientos
dólares, si también en el comercio se considerara la mano de obra, no obstante,
todos sabemos que existen muy pocas personas dispuestas a pagar lo que
realmente vale este trabajo. Por esto, no es raro encontrar los huipiles que ya
han sido usados y aquellos en que el paso del tiempo se ha impregnado, amontonados
en tiendas de toda Guatemala, a un precio excesivamente bajo para el trabajo
que representan. Ante la posibilidad de que quede finalmente en la basura el
esfuerzo y el cariño que se ha puesto en el bordado, resulta mejor venderlos a
extranjeros que los usarán para adornar las paredes de sus casas.
Frente al costo simbólico que este trabajo representa, cada día quedan
menos compradores y menos artesanos dispuestos a dejar su vida en este arte.
Los compradores, turistas gringos en su mayoría, se desviven pidiendo precios
aún más bajos a los artesanos que recorren Guatemala. Probablemente utilizan el
huipil una o dos veces, instaurando la moda del arte indígena entre sus amigos,
para terminar colgando el huipil en sus casas que, al menos cumplen su cometido
de alegrar con sus colores los muros blancos. Por su parte, los mayas
guatemaltecos tampoco están dispuestos a invertir tanto tiempo en la confección
de nuevos huipiles, por lo que se conforman con recolectar y vender aquellos
que ya nadie utiliza y que fueron fabricados muchos años atrás. Al menos esto
es lo que sucede en gran parte de Guatemala de la que Chichicastenango cada vez
más se constituye una excepción.
Conocí a Antonio en Chile, en la Feria de Artesanía que organiza la
Universidad Católica. Fue por él que escuché por primera vez hablar de los
huipiles y su significado para su cultura maya. Años después fui a verlo a su
tierra, Chichicastenango, donde retomamos la conversación iniciada algunos años
antes y me contó acerca de su afán por preservar este arte que teme se pierda
para siempre. De inmediato decidió hacerme un recorrido por su taller, el lugar
donde se produce la magia y se mantiene viva la tradición.
Antonio entendió las dificultades que representa continuar con la
confección de los huipiles, sin embargo, de forma visionaria, ideó una manera
de conservarlos a través del reciclaje.
Así, un día descubrió que los antiguos huipiles podían desprenderse de
su función de prenda de vestir y ser expuestos a un proceso de corte para ser utilizados
como parches o aplicaciones en chaquetas, bolsos, cojines, estuches, cubrecamas...
Antonio recoge los huipiles, incluso aquellos que parecieran haber cumplido a
cabalidad su tiempo de vida útil, pacientemente los lava, los deja secar al
sol, a muchos de ellos lo tiñe otra vez para recuperar el color primigenio que
los caracteriza, posteriormente los corta y produce un nuevo objeto sin perder
la tradición de sus antepasados.
De esta forma, los mayas de Chichicastenango, cuyo ejemplo puede ser
Antonio – aunque de seguro existen muchos artesanos más dedicados a esta tarea
– no han perdido el color que los caracteriza, y más aún, han logrado reunir en
una sola prenda el origen, sus ritos, sus mitos y la actualidad. La
transformación de un objeto que, a la vez, permite la preservación de la
cultura, la identidad de esta etnia. Chichicastenango es, gracias a sus
huipiles y al arte del reciclaje que los convierte en algo nuevo, un pueblo que
se constituye un portal entre el ayer y el hoy, el pasado y el futuro, lo
indígena y lo occidental: una muestra de las tradiciones de nuestra América
Latina que, a pesar del tiempo y las circunstancias, se niegan a morir.
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