Ainhoa Vásquez Mejías
“Era un café de mierda pero era
nuestro café de mierda”, me dijo la Carmina el día que cerraron el “Caburga”.
Después me habló de todas las veces que terminó y se reconcilió con su novio
ahí, de todas las veces que invitó a sus ayudantes a comer, de todas las
personas que conoció y los amigos que hizo, de cómo se llamaban los meseros… Yo
no iba para allá frecuentemente, pero entendí perfecto esa sensación de
orfandad que sobreviene cuando al día siguiente pasas por ese café, por ese
bar, que es parte de tu historia y que de un momento a otro ya no está más.
Pensé entonces que cada uno podría contar su vida en base a los bares que ha
amado y que, en vista de que el tiempo es implacable, hoy ya no existen.
Mi primera
vez fue con “La estrella”. Tenía dieciséis años y me juntaba ahí con mis amigos
todos los viernes a la salida del colegio. Era un bar de mala muerte, chico,
encerrado, con poca luz y mal olor. La cerveza casi siempre estaba caliente
pero algo indescriptible nos unía a él. Quizás fueran nuestros amigos obreros
que construían en ese entonces lo que terminó siendo un edificio de veinte
pisos y que, cada fin de mes, pagaban las rondas de alcohol, argumentando que
les recordábamos a sus hijos. O las conversaciones sobre arte con ellos que
concluían a menudo con la gran sentencia pronunciada por el obrero más joven:
“yo no sé qué le encuentran de artístico a la Mona Lisa si ni siquiera tiene
una tetita al aire” y nuestras risas borrachas.
Un verano
“La estrella” ya no estaba más. Coincidió con el regreso de las vacaciones y
nuestra entrada a la universidad. Por ese tiempo también se disolvió el grupo,
nos peleamos por cosas que ya no recuerdo y nunca más volvimos a vernos. Más de
una vez he pasado por ahí y, con la nostalgia de siempre, pienso en que el
cierre del bar no fue sólo la clausura de un espacio físico sino el fin de mi
adolescencia. Con el tiempo supe que durante la dictadura - antes de ser
nuestra “Estrella” - había sido un bar donde ocultaban armas los del MIR poco
antes del atentado a Pinochet; una historia que me hubiera gustado contarle a
mis amigos y a los obreros. Hoy es un restaurante de tragos preparados y
comidas exóticas. Lo agrandaron bastante y si tiene poca luz ya no es por
contingencia sino por estilo. Supongo que a los nuevos visitantes les agrada
comer iluminados por la velas. Para los demás sólo queda el recuerdo de nuestro
bar de cerveza barata y conversaciones sobre arte antes de la madrugada.
Y es que
como diría Cortázar respecto al amor, uno no elige. De pronto viene ese rayo que te cala los huesos alcohólicos
y te deja – literalmente – estaqueado en el patio de la ebriedad. Sin saberlo
ni planearlo ya te enamoraste de ese
bar sin razones ni argumentos. Lo bueno de todo esto es que la vida cíclica te
lleva a conocer nuevos lugares y existe la capacidad de amar también por
segunda vez. Algo así me pasó más tarde con “El Dante”. No recuerdo cómo ni por
qué llegué a él, a sus mesas de plástico, a sus papas fritas grasosas, al
cariño de otra gente con quienes nunca hubo más que pequeñas discusiones sin
sentido y que nunca han interferido en la relación de años. No sé cómo fue pero
sucedió.
Tardes que
comenzaban a la hora de almuerzo y finalizaban en la madrugada del día
siguiente. Tomás y yo de anfitriones de amigos que se rotaban constantemente
durante toda la noche. Algunos que llegaban con citas concertadas, otros de
sorpresa y otros tantos por simple casualidad. También por esos días conocimos
a un egipcio que acababa de llegar a Chile por amor, que apenas hablaba
castellano y se ganaba la vida vendiendo chucherías. Varias veces lo invitamos
a sentarse con nosotros y compartir una cerveza y un cigarro. El egipcio fue el
lector silente de mis primeros poemas y un gran compañero en las noches en “El
Dante”.
En “El
Dante” me enamoré, me besaron, me quisieron y me olvidaron, una vez me pidieron
matrimonio, le tiré la cerveza en la cara a un borracho insistente, conocí a mi
mejor amigo y descubrimos que éramos vecinos, celebré millones de
acontecimientos propios y ajenos, leí más de cincuenta libros, escribí más de
cien páginas, conversé de filosofía, política, economía, religión, literatura,
fútbol y hasta de física un sinfín de veces. En “El Dante” me tomé por lo menos
quinientos vasos de cerveza en más de cinco años. Tanto tiempo debimos pasar en
el bar que cuando me fui a estudiar a México los dueños me lo prestaron para
hacer ahí mi despedida. Amigos de todas las épocas vinieron a despedirme. También
en “El Dante” se cerraba otra etapa de mi vida.
Años más
tarde, al volver a Chile, mi bar seguía en el mismo lugar de siempre y mantenía
su nombre pero ya nada era igual. La cerveza se había convertido en vino, las
papas fritas grasosas en tablas de queso, las mesas de plástico en mesas de
madera, los meseros amigos en jóvenes extraños. Quise pensar entonces que ese
lugar se había transformado conmigo, que había crecido conmigo, que en
definitiva, se había adaptado a mis nuevas necesidades. Los borrachos solemos
ser egocéntricos y buscar excusas para soportar los cambios y seguir bebiendo.
Pero esta vez no lo logré, aunque hice mi mejor esfuerzo y me mantuve fiel a él
durante varios meses. Un día, también casi por azar, llegué a “El bar de René”
y mi cariño irresoluto conoció un nuevo amor a primera vista.
Ahora, con
la Chachi y Daniel vamos todos los viernes, sagradamente, a tomar ahí. La
música rockera a veces me recuerda que llegué tarde a la juventud pero la
cerveza deslizada a través de la barra por un desconocido me hace sentir parte
de algo. Casi no tiene mesas y siempre está repleto de gente de pie. Terminar
hablando con extraños resulta lo más natural del mundo. Hay varios que van
solos y no puedo evitar preguntarme por sus vidas. Los enfrento, les hablo, he
perdido la timidez. He hecho amigos nuevos y me he reencontrado con otros a los
que no veía hace años. Cada viernes al salir de ahí, camino hacia mi casa lo
que duran dos canciones en mis audífonos, pensando que soy una persona de
costumbres y rituales.
Alguna vez
fue “La estrella”, luego “El Dante”, hoy es “El bar de René” pero es imposible
saber cómo se llama el de mañana. Nada es para siempre y sospecho que crecemos
al ritmo de clausuras, inauguraciones y descubrimientos de nuevas mesas y
nuevos barman. No es por nada que las series norteamericanas llegan a su fin
también con el cierre del bar o café que los acogió durante todas las
temporadas. “Friends” termina con el cierre del Central Perk, así como
probablemente ocurra lo mismo con el McLaren's
de “How I
Met Your Mother” y vuelva a suceder lo mismo con el bar que congrega por estos
días mis horas de ocio, mi propia serie no televisada. Los bares
son como las casas, dan ganas de quedarse pero cada cierto tiempo se hace
inminente la mudanza y, por suerte, siempre habrá un bar de la esquina que esté
abierto al pasar por afuera. Al menos eso es lo que quiero creer y prometerle a
la Carmina para que deje de estar triste porque le cerraron su café de mierda.
es bonita tu prosa redondita.
ResponderEliminarmuy cuidada, armoniosa y refinadita.
aunque también extraño un tanto la violencia,
el a-brupto cort-e
tanto en la prosa como en el bar
no le haces justicia poética al "ritmo de las clausuras"
el anónimo
dirás que es crónica cotidiana y no poética eltitiana,
ResponderEliminarpreguntaré si ahora en tu mente alocada,
buscas por orden alfabético el nombre del anónimo,
y si acaso podrás dormir sin saber más nada.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarHermosas tus letras. Cierto lo que dices. Y hermosa tú, por supuesto.
ResponderEliminarLindo, lindo, tu texto me transporto , gracias
ResponderEliminarAinhoa, tan cierta tu mirada,tan verdaderas tus palabras, salvo por una pequeña cosita... ese grupo de amigos adolescentes de la Estrella, no se diluyó, contra nosotros (y aunque cueste) no ha podido ni el tiempo, ni la distancia.
ResponderEliminarUn abrazo