miércoles, 2 de noviembre de 2011

A fuego

EL DISEÑO GRÁFICO ME INTERESA COMO UNA HERRAMIENTA BELLA PARA QUE FUNCIONE LA LECTURA
Entrevista con Rafael López Castro (2 de 3)


Santiago Robles Bonfil
                      en colaboración con Karina Ruiz Ojeda


¿Nos puedes contar del encuentro con Carlos Flores Heras?
Fue en este juego, y claro, uno siempre tiene que echarle la culpa a alguien, un día yo tenía una novia de la que estaba perdidamente enamorado.  Yo dibujaba, tenía ganas de que ella se encuerara y que me sirviera de modelo y todo. Pero las mujeres tienen un sentido más práctico, dicen: “Bueno, sí, nos encueramos, pero espérate”. A ella no le dio por esto, un día ella fue la que me sugirió: “Oye Rafael, está bien que dibujes, pero de hacer tus retratitos no vamos a vivir, ¿por qué no haces dibujo publicitario? Ahí cuando menos vas a tener un sueldo fijo”. A partir de esta sugerencia de ella, yo empecé a buscar dónde me pagaran de fijo, lo que fuera, pero que me pagaran, y que fuera dibujando.

       Así empecé a recorrer algunos estudios, en ese tiempo estaba la revista Política, un amigo mío del Partido Popular Socialista que me hizo ir allá, él me recomendó con Heras, que tenía un estudio en el que se formaban suplementos culturales, libros, revistas. Carlos Flores Heras me dijo: “Bueno, cuando menos sabes dibujar, va”, entonces me dio trabajo de ilustrador. Pero, como todo buen maestro, sí de ilustrador; “pero calcúleme esta tipografía, a ver, hágale esto aquí; mire, esto se llama columna, esto se llama medianil, medianil de cabeza”. Él fue mi maestro de los primeros años de diseño gráfico. Me mandaba igual a dibujar al natural, me acuerdo que una vez me mandó a un hotel de Avenida Juárez, y dice: “Oiga, pero ¿por qué no hay chavas encueradas?, uno siempre las ve que andan ahí enseñando sus naranjotas”. Trabajé con él dos años, de 1965 a 1966.


 ¿El oficio era dibujante, diseñador…?
Dibujante. Lo de diseñador no estaba muy bien acuñado todavía, en general te ofrecían trabajo de dibujante publicitario, ése era el término que se usaba. A mí me gustaba que me dijeran dibujante, pero ya lo de publicitario que se lo dijeran al señor Heras. Es un ser humano al que llegué a amar, él me recibe cuando voy a cumplir 19 años, tengo 18. Es en ese momento que a uno le hierve la cabeza y no sabe uno dónde, qué. Y él, con una paciencia, yo lo mismo le servía de cobrador, que de dibujante, que de calcularle tipografía. Ahorita quise acordarme rápidamente de la fórmula para calcular una página… No sé, con él nunca me llamé dibujante-diseñador, no. Nunca me llamé diseñador gráfico. ¿Qué te podría decir? Yo no tenía esa preocupación en ese tiempo. En la navidad de 1966 me regaló un libro que hasta la fecha sigo amando, La verdadera historia de la Conquista de la Nueva España.

       En 1967, a principios, me fui a trabajar a otro lugar, y empecé en ese ritmo que casi no veía a Heras por la pasión por el trabajo, el casi no tener tiempo, y claro, andar de novio, andar viviendo, pues, a la edad que tienes. Esa chava y yo terminamos, yo sin casarme, y con unas almohadas que habíamos comprado, porque queríamos casarnos, ella quería que yo trabajara, a partir de ahí se me quedó el gustito por trabajar.

       Otra gracia que tiene Flores Heras, que acostumbro contar, es que él sabía de Vicente Rojo, del equipo que hacía el suplemento del periódico que él leía, no sé si también ya para ese momento Siempre!, y de ediciones Era algún libro. Era un conversador, así fue cuando yo empecé a tener otro maestro en el que, sin conocerlo, me fijaba, y era cierto lo que me hacía notar Flores Heras, que se podían leer las cosas.

       México tiene una gran tradición tipográfica y de diseño, desde que aparecen las primeras máquinas de tipografía, desde Juan Pablos hasta acá. Se empiezan a hacer esas oraciones dibujadas y escritas, como el padrenuestro, para que los colonizados en ese momento pudieran leerlo en su idioma. Por eso a mí siempre el diseño gráfico, creo que ya se refleja hasta ahora, me interesa como una herramienta bella para que funcione la lectura. Trabajé con Flores Heras ese tiempo, supe de Vicente, pero no se transformó en ninguna opción mía ni nada.


       Después de esto fue cuando trabajé en una agencia de publicidad medio año, cuando mucho, yo dije: “No, aquí no es”, porque no era mi lenguaje, lo que me interesaba. En ese grupo de amigos de la agencia de publicidad estaba Eduardo Rodríguez Solís, un joven escritor al que Joaquín Díaz Canedo le iba a publicar su libro, entonces él me dijo: “Hazme la portada, pero mira, copia ésta”, y era una portada hecha por Vicente Rojo, de la serie El volador, que era en la que Joaquín publicaba a sus jóvenes escritores.

¿Ésa era editorial Joaquín Mortiz?
Sí. Me acuerdo que me pidió eso, “ah, Vicente Rojo, claro”, siempre uno finge ser culto. Entonces hice esta portada, trabajé un tiempo con fotógrafos y artistas. Por ese tiempo conocí a Oscar Chávez, que hasta la fecha sigue siendo un gran, queridísimo amigo, porque teníamos una coincidencia: amábamos este chingado país, cada quién a su manera. El cabrón cantando, para qué hablo de él, si todo mundo lo conoce y sabe lo que hace Oscar. Al poco rato Oscar empezó a cantar también sus canciones. Eso es lo que sucede, que voy conociendo el oficio, y gracias a Flores Heras. Se perdió la relación un momento en que nunca más supe de él, la última vez, hace muchos años, fue en una cosa que, por cierto, ahora es del señor Slim, ¿Litografía juventud?… La que está ahí por Tlalpan, la que hacía los calendarios. La última vez que supe ya no era de Heras, era de Slim. Esa imprenta se cerró, se cambió, yo ya no pude entrar en contacto con él y se perdió la relación, pero yo le guardo recuerdo, un cariño, porque me ayudó a tener un oficio que me gusta, además, y eso no es fácil. Hay muchos que estudian años y años y terminan odiando la carrera que estudiaron. Yo no, curiosamente empecé así, por el gustito, y Heras me ayudó.

¿Ya falleció?
No sé, yo tengo esa idea. Cuando lo conocí debe haber andado cerca de los 60 años, 50 y algo, o sea ahora; ojalá viva, no lo sé, ojalá que oiga y sea un adicto al Internet, que oiga y que diga “pinche López Castro, a este güey qué le pasa”, porque era un hombre muy mal hablado, me encanta. Con él aprendí, como buen chilango, a usar estas palabras de alto sonido, que me encantan.


¿Y después fuiste a tocar la puerta de Grupo Madero?
No, fíjate que… estos amigos, poco a poco, un día uno de ellos, que en paz descanse, Juan Manuel Torres, joven escritor, me dijo: “Ya déjate de cosas, tú quieres a Vicente Rojo, sin conocerlo, lo citas”. Yo lo citaba y lo decía, no creas que a cada rato, ni nada, pero de repente diría: “Ediciones Era, ay, qué ricas portadas…”. Juan Manuel un día me dijo: “¿Por qué no vas a ver a Vicente? Sí, velo a ver, a ver qué te dice, llévale trabajos”. Yo trabajaba de freelance para empresas de revistas, hacía fotos, entonces agarré un día un tambachito, Juan Manuel me hizo la mejor sugerencia.

       ¿Qué sería?, ¿año 1969? Fui a ver al maestro Rojo, que la historia no dependa de mi memoria, por las fechas, pero por ahí anda. Y me recibió. El encuentro fue muy rico porque le llevé el tambache de trabajos así como de 30 centímetros, portadas, dibujos. Vicente los vio y me dijo: “Oye, mira, yo ya me voy, no te puedo dar trabajo aquí porque aquí no lo decido yo, pero mientras ¿por qué no vas a ver a Joaquín Díaz Canedo?” Joaquín había publicado aquella portada a través del autor, Joaquín nunca supo quién había hecho esa portada hasta que yo algunos años después se lo dije, “ay, qué buena portada”. Entonces Vicente me mandó con Joaquín, quitó como las tres cuartas partes de lo que le llevaba, dejó como 5, 7 cositas, “ten, llévale esto a Joaquín, con esto, o te da o no te da trabajo”. Y así fue, fui a ver a Joaquín.

Muy amable, entonces, Vicente…
Sí, de una gran generosidad, yo diría bien plantado en la realidad y nunca excesivo, más bien un poquito contenido, conmigo no. Vi a Joaquín y me empezó a dar trabajo, en principios de 1972, ya Joaquín y yo nos llevábamos bien, tenía dos años de trabajar con él. Yo estaba haciendo dibujos, con ellos le diseñé un libro. Esto quiere decir más o menos, que Heras me había enseñado algo aprendí de lo que yo veía, pues. Con esto lo que quiero presumir no es que sea autodidacta, pero hay mucho de eso. Si menciono a Heras y a Vicente no los responsabilizo de nada, más que de quererlos, de que me los fusilé y quise copiarlos, pues sí, pero nada más eso. Nunca me dijeron qué hacer ni hice las cosas exactamente como ellos. Siempre había una parte rebelde mía que me hacía buscar, sí apoyado en lo que yo veía de ellos, pero buscar.


       Entonces ese libro existe, anda por ahí en otras ediciones. Lo llevé y lo vio Pepe Azorín, y me dijo:
—¿Tú hiciste eso?
—Sí, claro —le dije.
—¿El cálculo tipográfico…?
—Pues lo hice yo.
—¿Sabes calcular tipografía?

         Eso era lo excepcional, no sé si ahora los diseñadores gráficos, la pinche computadora se  encarga de todo, le haces unos pasos mágicos y sale, ¿no? Pues no, en ese tiempo llegaban las cuartillas, las veías y a calcularlas y eso, Heras me había enseñado de tal manera que yo tenía posibilidad de una errata hasta de tres líneas, ya más me decía: “es usted un pendejo, ¿qué no sabe contar?”. Entonces llego yo con este libro, Pepe Azorín me dice: “¿Por qué no ves a Vicente? Creo que le hace falta un ayudante.

     “¿Qui’hubo?”, “pues mira, aquí…”, “pues sí, ya, dile a Pepe que estás contratado”. Entonces regresé y le dije “que ya estoy contratado”. Así fue como me quedé a trabajar en Imprenta Madero.

¿Diseñaste folletos, portadas de libros, carteles…?
Todo. Ahí en Imprenta Madero diseñábamos desde un volante… ésa es la tradición más rica que yo tengo del oficio que ejerzo, la tradición de hacer todo. Mi especialidad nunca fue hacer carteles, sino hacer todo lo mejor posible, no era así de que “vamos a hacer esto para ser famosos”, “qué chingón soy porque ‘uta, a mí los carteles, uff”… los primeros 300 carteles que diseñé en mi vida no me los pagaron. Me pagaron un sueldo que, puedo decirlo con toda la confianza del mundo, miserable, que me daba el cabrón de Pepe, pero que yo hacía con mucho gusto. Tener al lado a Vicente Rojo, el estímulo de su trabajo, Vicente nunca me dio una lección más alta que la de dedicarme a mi trabajo con gusto.

Vicente Rojo - RLC

       Vicente nunca, hasta donde yo sé, nunca me dio una lección. Siempre era fijándote que aprendías, viendo lo que él hacía. Sucedía algo maravilloso allá en Imprenta Madero, todos, Hipólito Galván, Roberto Muñoz, todos tenían ya la escuelita de Vicente Rojo. Mi amor eterno por Hipólito Galván, por Roberto Muñoz, uno era mi jefe. Otro era Antonio González, que manejaba la impresión. Hipólito Galván, al primero que veía en la madrugada, “señor Rafael, no sea usted pendejo, ¿qué no se fija?”, eso jamás me lo hubiera dicho Vicente, jamás. Pero Hipólito sí, yo lo quería, en cuanto veía, que no era muy seguido, que entraba y me hacía una seña, yo decía “ya la calabaceé en algo”. Roberto Muñoz era el impresor en offset “oiga, señor Rafael, los colores, ¿ya se fijó bien en los colores que me está marcando?”. Ellos eran mis maestros. Todo por este proceso, porque Vicente había formado, finalmente, sin proponérselo, había formado la Escuela Madero, que es correcto decirle así. Nada más que habría que hacer algo ahora, por llamarle, la Escuela Rojo. Porque sirvió para todos los trabajadores, y rápidamente aprendías que ésa era la regla: la calidad. Hipólito Galván para mí era un gran maestro con ese humor cariñoso de “no sea usted pendejo, señor Rafael”, y ya, me explicaba, sacaba el tipómetro, “a ver, ¿cómo va a calcular el lomo, ¿qué no se fija, cuántos pliegos tiene, de qué peso está usando el papel…?”, “no, pues hágame una maqueta, pinche Galván”, “pues suponga que no le puedo hacer la maqueta, ¿cómo le va a calcular?”. Él me enseñó una regla de oro que hasta la fecha me sigue funcionando: “calcúlele un milímetro por pliego. Siempre y cuando no se pase de 190 kilos, ya cerca de los 200, calcúlele alrededor, mientras yo le hago la maqueta, usted ya sabe cómo calcularle el lomo y le va a fallar poquito”. Era un hombre excepcional. Ésa era la Escuela Madero que Vicente Rojo había formado a lo largo de años de trabajar, y juntos, sí, algunos, pero no todos los que uno piensa […] ya tendría unos 10 años trabajando ahí cuando yo llegué. Yo trabajé siete años en Madero.

Vicente Rojo - RLC


¿Y con tantos diseñadores talentosos ahí no se generaba una lucha de egos al día?
Que cada quién mida el talento como le convenga, como quiera. Pasaron de todos. Había quien pasaba nada más por la bendición de decir “ya trabajé en Madero”. No me acuerdo de nombres, no sé nada, era una bendición que todo mundo quería pasar y salir, “yo ya trabajé en Madero”, aunque fuera medio día y nada más. Pasaron todos los talentos, todas las sensibilidades que en ese momento querían hacer diseño gráfico porque las universidades, entre otras la Ibero, que es la primera escuela que yo sé, que llega y le dice a Vicente Rojo “oye, te necesitamos como maestro, porque no hay maestros de diseño gráfico”, estamos hablando de los años setenta…

¿El interés puede ser producto de las Olimpiadas?
No, no existía el diseño gráfico, un día tú consúltalo, investígalo. Pero me acuerdo que Vicente me dijo un día, “oye Rafael, que si no quieres ir a dar una plática” al EDINBA. La Escuela Nacional de Artes Plásticas, y esta de los jesuitas…

La Ibero…
Empezaban a buscar. Vicente me mandó primero a la Ibero. Y como yo le debía, yo creo que ya le pagué, le debía la gracia de darme un oficio, fui y di una plática en la Ibero, de cómo componer, qué agarrar, que si las escuadras, cómo poner cemento y echarle aire para que se seque más rápido. Porque Vicente no aceptó la plática, en ese tiempo no hacía éstas, creo que tampoco ahora. Di la primera plática y la Ibero quiso contratarme. Yo dije que no, no me acuerdo cuánto me pagaban ni nada. Sabía que lo que ellos no tenían eran maestros en diseño gráfico.  Dije “100 pesos la hora”, era un chingo, compadre, como para mí. “Oye, ¿y tienes tu título?”, “¿mi qué?… no”, “ah bueno, entonces nada más 50 pesos”, entonces no, así no acepto. No había maestros, los maestros de ese tiempo habían estudiado otras carreras. Nunca he aceptado dar clases, pero sí acepté dar pláticas en pago a Vicente Rojo que me tuvo paciencia, aguantó y que me dio un oficio que me gusta, y nunca pidió nada a cambio, al contrario. Lo único que hemos tenido a cambio uno y otro, es la amistad, el querernos, el respetarnos, el decirnos, “oye, López Castro, aquí la estás calabaceando, aquí corrígele”, la amistad no prohíbe este acercamiento. Así fue como yo trabajé, con muchos diseñadores, me acuerdo de algunos, de los más queridos, obviamente, está Germán Montalvo.


 Que dice en una entrevista que vio una exposición tuya y a partir de entonces quiso entrarle al mismo camino.
Sí, en la Casa del Lago.

¿Ya era común exponer carteles, diseño gráfico?
No, yo en ese tiempo, déjame ser un presumido, de este México contemporáneo, aunque no me lo mereciera, era el único que había trabajado un chingo y que tenía cosas qué exhibir. Como ya existía de parte de la universidad, de un medio, fui el primero en hacer una exhibición de cartel, la hice en la escuela de la UNAM, en San Carlos. Esto empezó a tener cierto prestigio, porque presumía el mundito cultural de esa época, no tan malo, no pienso que haya sido yo muy bueno, pero no era tan malo tampoco. Así fue como Germán un día llega de Italia, él se había ido a estudiar diseño gráfico allá, llega a Casa del Lago, ve esto y me sigue. Yo estaba trabajando en ese tiempo con Porfirio Muñoz Ledo dirigiendo la SEP.


 Al que ayer, por cierto, le dijeron que era…
Sí, es otro dato que… si bebe o no bebe el maestro, es su problema, y los que le dicen que tiene 90% de alcohol y 10% de botana, son los ociosos. No, no, yo trabajaba para Ricardo Valero en la SEP. Valero trabajaba con Porfirio y dirigía publicaciones de la SEP en ese tiempo. Dejé la Imprenta Madero para irme a trabajar allá. Con ellos estuve un año, esto fue a finales de los setentas. De alguna manera sí sé hacer las cosas, aunque ahora, viendo las modernidades, me pregunto, ¿sí sé?.

       De ahí, nomás por seguirle contando mi vida aunque no me lo pregunte, yo me quedé un rato sin trabajo. A mí me ha gustado mucho disponer de mis tiempos para dedicarme a hacer mis proyectos, para inventar mis propios proyectos. Entonces un día Alba Rojo, la esposa de Vicente en ese tiempo, me dijo: “Rafael, ¿no quieres venir a trabajar al Fondo?”. Yo desde fuera de Madero visitaba a Alba y a Vicente, a Vicente y a Alba, no me acuerdo si eran los lunes o los martes que hacían comida para los amigos. Don José Luis Martínez, que era un hombre sabio, dijo: “a prueba”. Fui a prueba ahí al Fondo, y me quedé ocho años.


 Es la época en la que hiciste la colección...
Al final de esa época diseñé la colección Lecturas Mexicanas… y ahí, por el trato, por mi memoria, sé que dos seres humanos fueron los que inventaron esto, y yo dije: es mi oportunidad. Ellos inventaron esa serie que salía. En ese tiempo 30 mil ejemplares, cada ocho días en los puestos de periódicos. Entonces ahí mi recurso, para platicarlo muy rápidamente, fue Daniel Gil. Yo tenía a aquel Daniel Gil, de Alianza Editorial, en ese momento, que hacía sus pequeñas instalaciones, las retrataba y las hacía portada. Hasta la fecha mi admiración y mi cariño por ese señor es infinito porque yo empecé a hacer lo que sigo haciendo hasta la fecha, agarrar mis objetos mexicanos y comentarlos juntando uno con otro, echándoles una rayita, haciendo algo con eso.


       Vicente Rojo siempre con su sabiduría, un día me llamó y me dijo “oye, va a venir Daniel Gil, ¿que si no damos una plática?”, “¿Daniel Gil sí habla?”, “no, también es medio tímido”, y dije: el único pendejo que va a hablar soy yo. Vicente se rió, “no, no, vamos porque va estar no sé quién más en la mesa”, pues ese no sé quién más es el que va a hablar”. Fuimos, es un orgullo haber compartido la mesa con Daniel Gil y Vicente Rojo. Mis dos monstruitos y yo, creo que dijimos puras cosas sabias.

Daniel Gil



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