martes, 15 de noviembre de 2011

Vigilia bit

Las máquinas poéticas y el alma (II)

César Cortés Vega

(…) mear es hacer poesía
tan poesía como tañer el laúd
o cagar o poetizar o tirarse peos
Nicanor Parra[1]

I. Poética de la negación del Capitán Ludd
Hay quienes dicen que en realidad Ned Ludd cayó por accidente sobre varias máquinas textiles mientras laboraba en una fábrica de Leicestershire a finales del siglo XVIII. Puede imaginarse: luego de una jornada de catorce horas, cualquiera en condiciones de fatiga extrema podría figurarse que literalmente está peleando en contra de su propio sueño. Entonces caer dormido entre esos armatostes de madera y fierro, mientras se reparten moquetes, les haría pedazos de inmediato. De cualquier manera es probable también que, en medio de aquella confusión, Ludd entreviera en su acto de destrucción instantes luminosos, la revelación de una furia que cancela cualquier prurito moral a favor de una manifestación de pulsiones antes acumuladas.

       Hay también quienes dicen que Ludd no existió, que se trataba de un seudónimo colectivo para ocultar las identidades de los integrantes del movimiento Ludita. Es lo más probable. Al pie de los documentos firmados por ellos, un fantasma evocaba su nombre medio siglo después de su supuesta existencia. Como fuera, lo que sí está documentado son los acontecimientos ocurridos a principios del siglo XIX: trescientas cincuenta personas se presentaron con antorchas y mazos en una fábrica de hilados de Nottinghamshire para hacer lo mismo que su líder imaginario; destruir las máquinas.[2] A partir de ese momento, la ira proyectada frente a los telares que representaban el avance de la Revolución Industrial acunada en esa zona de Inglaterra, fue capaz de reunir a un ejército de más de diez mil personas que reprodujeron sus embates por un periodo de dos años. Su intención primordial era amenazar a los nacientes empresarios que crecían exponencialmente y se alejaban de las negociaciones de igual a igual; modo en el que los pequeños talleres intercambiaban privilegios antes del arribo de la tecnología industrial.

       La destrucción de las máquinas, si bien era un procedimiento ingenuo que pronto fue cambiando por otros modos de manifestación, demostraba la unidad de un ejército convencido de sus procedimientos radicales. Por eso un año después de la primera insurrección, se decretaría la pena de muerte a cualquiera que dañara de manera intencional algún aparato industrial. Si bien no podemos situar acá el comienzo del horror a la máquina, pues el mero hecho de la creación de un artefacto concebido para la administración y aumento de la energía colocó a los hombres frente a una redimensión de su fuerza desde la invención de la primera máquina simple[3], el momento en el que los sistemas de producción cambiaron las relaciones respecto a la adquisición de bienes para la vida, implicó un colapso que deshizo lo que se concebía acerca del trabajo y su aplicación en distintas esferas. Por ello los poetas románticos veían en los luditas una causa a defender. Lord Byron escribiría y leería un alegato en contra de la pronunciación del decreto de prohibición en la cámara de los Lores:

(…) Algunos seguramente han pensado que era vergonzoso
Cuando el hambre llama y la pobreza gime,
Que la vida se deba valorar en menos que una tejedora,
Y el romper de bastidores conduzca al romper de huesos.[4]



       A pesar de sus métodos ingenuos frente a un avance mucho más difícil de controlar –si se piensa en el desarrollo concertado con los poderes en turno– su proceder mostraba hasta qué punto la idea de humanidad vinculada al hacer productivo estaba cambiando. Los Luditas lo percibieron claramente y actuaron sobre una situación que, por supuesto, no comenzaba ni terminaba ahí. Sin embargo su mirada organizaba una estructura crítica que luego, mediante mejores estrategias, seguiría debatiendo el problema de la tecnociencia y sus implicaciones.

       Como en todo movimiento romántico, una de las prácticas que identificaba a los luditas como grupo era la composición de himnos de batalla:

Noche tras noche, cuando todo está quieto
Y la luna ya
ha cruzado la colina
Marchamos a hacer nuestra voluntad
¡Con hacha, pica y fusil!

       Muchos otros cantos reflejan una idea similar: el ejercicio de una voluntad vinculada con la destrucción de lo que ya no era propiedad del obrero, como en el caso de su herramienta de trabajo, sino que se transformaría en un sistema orgánico ajeno a él y que Marx nombraría a finales del mismo siglo como:

(…) un monstruo mecánico cuyo cuerpo llena toda la fábrica y cuya fuerza diabólica, que antes ocultaba la marcha rítmica, pausada y casi solemne de sus miembros gigantescos, se desborda ahora en el torbellino febril, loco, de sus innumerables órganos de trabajo.[5]

       La sensación colectiva frente una estructura que amenazaba un orden establecido de vida, hizo de la insatisfacción un movimiento vinculado al placer de reivindicación humana y violencia en contra de lo que sustituía la propia condición sintiente. Una fiesta de la negación en la defensa de un territorio perceptivo, en contra del Rey Vapor, el Salvaje Moloch[6] quien realizaba la privación frente a la posibilidad de subsistencia, pues cualquier emoción que no estuviera vinculada con el incremento de la ganancia no era necesitada. Por ello no puede escatimarse una especie de poética de la violencia que vindicaba ese excedente humano por medio de un odio al objeto de su destitución. Sin embargo, lo que es claro también es su idealismo: eran los dueños de las máquinas, y no ellas mismas, quienes suprimían la inclusión de los parias en el reino del placer.

       La negación de la máquina era un símbolo precoz. En la destrucción del objeto se ganaba la existencia propia sustituida por él. Y una idea así no podía sino llamar la atención de muchos románticos: no sólo de Byron, sino de Robert Southey, William Wordsworth, William Blake, Thomas Carlyle, Emily Bronte, Samuel Butler o Charles Dickens en el siglo XIX, y durante el siglo XX a autores del denominado Grupo de los Agrarios del Sur como Robert Penn Warren, Donald Davidson o Allan Tate. El tema incluso está retratado de manera contundente en novelas como Frankenstein de Mary B. Shelley o El Golem de  Gustav Meyrink. Esta última, si bien basada en un mito judío relacionado con la creación de un ser vivo a partir de materia inanimada en el siglo XVI, era muy bien acogido a principios del XIX en pleno apogeo del sistema industrial moderno. Muy poco tiempo después de su publicación, la obra de Meyrink fue adaptada para el cine por Paul Wegener. En ella un hombre de piedra animado por imágenes de la cábala que revoloteaban en la pantalla, era capaz de abrir los ojos, amenazar y gruñir frente a su creador. Incluso de mezclarse entre los niños y jugar con ellos.



II. Esquizoanálisis y su poética de la recuperación
Más cosas han ocurrido desde el tiempo en el que la mayoría de individuos en una nación debían pasar horas reproduciendo un único movimiento para alimentar el espíritu de las máquinas de multiplicación. Cualquiera que haya sido la posición de los consortes del sistema en las pirámides escalafonarias de la producción, se trataba de seres afectados por consecuencias sociales y económicas relacionadas con los métodos de distribución masiva en los entornos urbanos. Una cadena lineal que concluía en el objeto y su uso, determinaba la estructura geopolítica, psicológica y material de las relaciones. El terror seguía siendo una realidad entonces, pues era posible determinar el grado de conformidad con el cual ese Golem crecía a cada requerimiento nuevo. La producción localizada dominaba sobre todas las disciplinas; el alma, fuese como fuese concebida, tenía frente a sí a la maquinaria de deshumanización sobre la que descansaba el drama de la vida en sociedad. Las actitudes no distarían mucho del ánimo Ludita de antaño pues, se destruyera literalmente la máquina o no, era un hecho que la gran mayoría de ciudadanos no podían sustraerse de su influencia. Los sueños de liberación intentaban desasirse de la pesadilla; no sólo el remplazo de hombres por máquinas parecía una realidad, sino que toda la existencia era organizada alrededor de aquellas operaciones. Además, en el proceso de burocratización del sistema que resultó de todo eso, su influencia se expandía para invadir todos los campos. La noción de complejo maquínico que habría predicho Marx en El capital se especializaba y, poco a poco, se incorporaba en tanto su amplitud convertía el modo de vida en las ciudades a su imagen y semejanza.

       Hoy, por supuesto, eso sigue siendo realidad para muchas personas. Sin embargo, la atomización de las operaciones en las industrias dio paso a las subdivisiones en el llamado fordismo, que implicaba una producción estratificada y localizable por etapas. Éste mutó hacia una forma en la que ya no era necesaria una operatividad lineal para que los procesos se llevaran a cabo: el postfordismo. Asoman entonces cadenas asincrónicas de producción en las que ya no es imprescindible mantener un complejo maquínico en un lugar específico. La tecnología crea máquinas flexibles que se programan y reprograman según los requerimientos de una empresa-red que se concibe de manera fragmentaria. El capital se internacionaliza y los afectos relacionados con él mutan velozmente hasta que comienza a ser difícil diferenciar con claridad lo local de lo global.

       De este modo se conforma paulatinamente un trabajo diferenciado e inmaterial que no depende de la aplicación de una fuerza física sobre un objeto, sino de una serie de conocimientos que potencian y redirigen los procesos. El filósofo Gerald Raunig[7] apunta que el mismo Marx había concebido el tema en el conocido Fragmento sobre las máquinas de los Grundrisse[8] en el que, a diferencia de las conclusiones enunciadas en El capital sobre la máquina, concibe la idea de General Intellect; un conocimiento implícito en el cual aquella es algo más que una suma objetiva de procesos meramente mecánicos, sino las relaciones sociales que producen saberes humanos resumidos en sus operaciones, introyectados en ellas. Raunig agrega que (…) “la concatenación entre saber y tecnología no se agota en el capital fijo sino que se remite, más allá de la máquina y el saber objetivado en ella, a la cooperación social y a la comunicación.”

       A partir de la idea de General Intellect, Gilles Deleuze y Félix Guattari desarrollan en el Anti Edipo[9] la crítica a la tradición decimonónica que argumenta la sustitución del hombre por la máquina, a la vez que también increpan la apología celebratoria del avance tecnológico. En el proceso de adaptación social a las nuevas condiciones de la modernidad, se realiza una amalgama comunicativa entre el hombre y la máquina desde una interrelación recíproca que desquicia las evoluciones predeterminadas. De igual manera, la máquina puede formar una pieza con cualquier otra cosa, sea animal, sensación, signo, etc. como un intercambio de sentidos en el que los territorios se mezclan y generan significados no lineales. Las sensaciones no son entonces del todo autónomas, o en todo caso, generan una extraña emancipación que depende de la desindividualización que reacondiciona una amalgama como objeto nuevo, lo que redundaría en el intercambio y la apertura permanente que hace de la comunicación una identificación híbrida. El concepto máquina es desbordado entonces: en el flujo se realizan los agenciamientos que superan a las estructuras determinantes.

       Es por ello que el término esquizoanálisis definido en el Anti Edipo, puede muy bien ser entendido como un procedimiento maquínico que niega la definición mediante la apropiación de la enfermedad. Si se reorganiza lo que el psicoanálisis plantea desde un binarismo que diferencia el delirio de la conciencia, y se trastoca en flujos asignificantes, se cambian sus condiciones de posibilidad al perturbar sus campos específicos. Lo que una cosa es, resulta incierto para el esquizoanálisis. Su revisión parcializa la idea por la vía de la excentricidad (fuera de centro), al convertirla en centro provisional de lo que no es. Así se desestructura una operación definitiva y definitoria que reduce los significados a notaciones establecidas. Hay pues en ese proceder, más que una apropiación, una recuperación que devuelve la idea a una producción deseante y multipolar.

       Así, el planteamiento de un juego de emancipación de la máquina introyectada en el cuerpo del poeta, su laureamiento y celebración. La creación de una máquina esquizoide. A la vez una destitución de la genialidad gazmoña y falsa de la figura humanizada hasta la saciedad del poeta. O la mezcla indiferenciada de poetas y jaulas, poetas y gallinas, poetas y laptops, poetas-cosmos, poetas-tanque, poetas-galleta…

III. De la mezcla entre poetas esclavos y máquinas soberanas
Persiste esta idea de trascendencia poética, una justificación binaria que divide y clasifica, que territorializa las tendencias, las épocas, los espacios. Autocomplacencia romántica que sustrae las iluminaciones propias de toda individuación al terreno de lo hiper-determinado, convirtiéndolas en bienes para la personalidad y la petulancia. No se trata sino de inercia, una entrega incauta a las mismas condiciones que pretende negar, pero que en todo caso le atan a los requerimientos de una producción, si bien hoy fantasmalizada en su desubicación, con un fin para el mercado. Una poesía determinada por su trascendencia es una poesía de la coacción, pero sobre todo, del servilismo.   

       Peter Pál Pelbart dice en Filosofía de la deserción[10] que soberanía es (…) “lo que no sirve para nada, lo que no es reductible a un fin por una lógica productiva (…) el soberano es el opuesto al esclavo, lo opuesto a lo servil, a lo sometido, sea a la necesidad, al trabajo, a la producción, a la acumulación, a los límites o a la propia muerte”. Agrega también que es aquel cuyo presente no está subordinado al futuro y donde el instante brilla con total autonomía. Por eso no está de más recordar los relámpagos de placer soberano que los Luditas podrían haber experimentado al destruir los telares que les esclavizaban. Si el procedimiento es revisado desde las condiciones de aquel momento, es fácil entender por qué no pudieron continuar con su proyecto. Sin embargo su elección les sustraía del encajonamiento, les colocaba en un espacio de anomia en el que su identidad se desdibujaba e invitaba a otros a sumarse a la construcción de una comunidad efímera. El romanticismo como movimiento de avanzada haría bien en tomar partido a su favor, en un periodo en el que las nacientes industrias ponían en tela de juicio la posibilidad de la manumisión de los individuos.

       Hoy, en condiciones de capitalismo cognitivo en el que nuestro cuerpo está ligado a una maquinización que produce ecuaciones en las cuales ya no es posible definir qué está separado de qué, cuáles son las afecciones legítimas y cómo operan en un espacio de plurisignificación, la operación puede antojarse distinta. En la máquina interiorizada, no opera la negación absoluta de sí misma sino en una suerte de sacrificio que implicaría la ubicación de sus excedentes para su desajuste. Es en esta búsqueda de elementos comunes erradicados de la máquina social donde se funda una comunidad. No la expropiación de lo Común en una sociedad del espectáculo que implica la operación global del nuevo Estado y de sus réplicas, como la nombra el mismo Pál Pelbart, sino un cuerpo sin órganos[11], una “singularidad que no reivindique una identidad, que no haga valer un lazo social, que constituya una multiplicidad inconstante”[12]. Entonces procede la disolución de la máquina, una seducción e intercambio de sentidos que le reste al poeta esclavo la potestad instituyente y coloque a la máquina en una situación abierta, redimida de su condición espejeante del poder.

       Esta máquina poeta podría sorprendernos: mucho más íntegra que el elogiado narcisista recibiendo aplausos de familiares y amigos en el recital, frente a una plaquette de algoritmos, versos ininteligibles, sin esperar ni alabanza, ni reconocimiento que cure su Ego lacerado, ni adscripción, ni nada.



[1] Parra, Nicanor. A Propósito de la Escopeta, en Hojas de parra. Ganímedes. Santiago, 1985.
[2] Ferrer, Christian. Cabezas de tormenta. Ensayos sobre lo ingobernable. Utopía Libertaria. Argentina.
[3] No hay que olvidar que las primeras máquinas simples se emplearon justamente para la guerra, pues incrementaban las capacidades del poseedor.
[4] Gordon Byron, Lord G., Ode to the Framers or the Frame Bill, versos aparecidos el 2 de Marzo de 1812 en las páginas del Morning Chronicle de Londres. Tomado de Fuente López, Patricia de la. Los Luditas y la tecnología: lecciones del pasado para las sociedades del presente. (Comunicación presentada en las “IX Jornadas sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad: La perspectiva Filosófica” celebradas en Ferrol los días 11 y 12 de Marzo de 2004). Consultado el 12 de noviembre 2011 en http://aafi.filosofia.net/publicaciones/el_buho/elbuho2/buho2/luditas.htm#_ftn15
[5] Marx, Karl. El capital. Tomo I. El proceso de producción del capital. Sección4; La Producción del Plusvalor Relativo Capítulo XIII; Maquinaria y Gran Industria. Siglo XXI editores. México, 2000.
[6] Op. cit. Ferrer, Christian…
[7] Raunig, Gerald. Algunos fragmentos sobre las máquinas, en Brumaria 7: arte, máquinas, trabajo inmaterial, diciembre de 2006, y en transversal: máquinas y subjetivación, <http://transform.eipcp.net/transversal/1106/raunig/es>.
[8] Marz, Karl.  Elementos Fundamentales para la Crítica de la Economía Política. 2 Volúmenes.  Siglo XXI editores.  México. 1971.
[9] Deleuze, Gilles y Guattari, Felix. Anti-edipo. Capitalismo y esquizofrenia.  Seix Barral. Madrid, 1998.
[10] Pelbart, Peter Pál. Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad. Tinta Limón. Buenos Aires, 2009.
[11] Como lo nombran Deleuze y Guattari.
[12] Op. cit. Pelbert, Peter Pál…

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