Ainhoa Vásquez
Mejías
Afuera
hacía frío pero yo tenía calor. La misma cerveza y las mismas papas fritas de
siempre en nuestro ya mítico “Baquedano”. La Carmina, Diego, Álvaro y yo
esperábamos la definición a penales, esperanzados, casi sin hablarnos,
compartiendo la adrenalina y la esperanza de todos los que estábamos en el bar.
Miradas de soslayo y sonrisas leves a los desconocidos que de pronto no eran
tan ajenos.
Con cada gol un estallido de alegría, el grito, la emoción,
en contraste a los rostros sombríos y concentrados con cada tanto del
adversario. Un gol frustrado, nuestra alegría. El gol final y nuestras
gargantas rotas. Brindamos con todos, nos abrazamos con todos. Las mesas de al
lado, de atrás y de adelante de pronto de transformaron en una sola. Bailamos
con los meseros, seguimos gritando un poco más, cantamos las consignas,
volvimos a tirar la cerveza al suelo con cada vaso que chocamos con los otros.
Afuera hacía frío pero no importaba. Las bocinas de los
autos se sumaban a la alegría compartida. Salimos a la calle, un poco mojada
por la incipiente lluvia. Nos unimos a la celebración con todos los que
empezaban a llegar desde diferentes lugares de Santiago. Bombos, carteles,
camisetas, serpentinas, challas y cajas de vino circulaban de mano en mano, la
alegría se enredaba en nuestros abrigos, reíamos por cualquier razón.
Volví a tener diez años. Los colores del carnaval pasaron
otra vez delante de mí. Creo que fue entonces que empecé a comprender el fútbol.
Brasil acababa de ganar la Copa del mundo 1994 y, por esas casualidades de la
vida, yo estaba ahí. Era parte de la fiesta, una más en el baile y las
canciones. Tal vez estaba lloviendo, pero no importaba. Los hombres y las
mujeres más bellas llegaban a las calles con muy poca ropa y me tomaban la mano
para enseñarme cómo moverme al ritmo de su música. Ninguno me preguntó de dónde
era, por unas horas yo simplemente fui una más de ellos.
Intenté contarle a Álvaro todo lo que estaba recordando. Le
grité entre la gente eufórica que seguía cantando como si aún alentara a
nuestro equipo en el estadio, pero el ruido hacía imposible la comunicación
verbal. Entonces un desconocido me tomó de los hombros instándome a saltar con
él y entendí que la única comunicación viable en ese momento era la del cuerpo.
Álvaro y yo nos perdimos en la masa que entre todos habían creado. Una amalgama
de cuerpos sudorosos viviendo y sintiendo al unísono, sin necesidad de
palabras. Sólo permanecieron las muestras de aliento al club en un coro
catártico y desafinado que de pronto nos unía a todos.
Y fue entonces que el frío dio paso al calor artificial. Los
que estaban a nuestro lado nos abrazaron sin dejar de cantar. Alguien nos
ofreció cerveza de su botella. Esas personas, a las que nunca habíamos visto,
se transformaron de pronto en nuestros amigos del alma. No nos conocíamos pero
ya nos queríamos sin razones ni motivos. No sabíamos sus nombres, y quizás
nunca los supiéramos, pero no hacía falta un apelativo para llamarnos y encontrarnos.
A fin de cuentas estábamos en un lugar común, por razones
comunes, a pesar de la enorme distancia que cotidianamente podría separarnos.
No sé si ellos venían de los sectores marginales de Santiago, no sé si vivían
en mansiones y se trasladaban en Mercedes Benz. No importaba tampoco si habían
estudiado en un liceo o si iban al mejor colegio extranjero del país. Por un
momento determinado todos éramos iguales, cantábamos igual de mal y gritábamos
como si el mundo se fuera a acabar ese mismo día en unos pocos minutos.
Recuperábamos, así, la esencia que nunca debió perder la
Plaza Italia. Ese sector que hoy divide las clases sociales entre el arriba y
abajo, entre los poderosos y los subalternos, pero que algún día, hace mucho
tiempo, antes incluso de la construcción de la exhibicionista torre de la CTC, fue
bastante más que una frontera. Recuperábamos, con este sencillo gesto, la plaza
que alguna vez fue el punto de convergencia de una gran ciudad; la plaza a la
que gente de todos los sectores y todas las clases, acudía los domingos para
fotografiarse en blanco y negro – gracias a un infaltable fotógrafo de cajón –
luciendo la ropa nueva o, quizás, simplemente, a compartir un helado con amigos
o novios en los días primaverales.
Todos desconocidos que recuperábamos espontáneamente algo
que alguna vez fue nuestro. Plaza Italia, Plaza Baquedano, no importaba ni
siquiera el nombre. No nos conocíamos pero algo teníamos en común. Una pasión,
un fanatismo, un sentimiento… en última instancia, un sueño externo a la vida
cotidiana, a la lucha por sobrevivir. Un sueño que nos entrega una felicidad
momentánea y pasajera pero que regresa cada cierto tiempo a modo de recuerdo. Un
sueño que en ningún caso nos quita el sueño, pero nos hace la vida un poco más llevadera
y nos da la excusa para mirarnos de frente y terminar cantando abrazados con
aquellos a los que nunca pensamos tocar.
Pensaba en esto cuando Álvaro, sobrepasando el sonido de la
gente, me habló del pan y el circo, del opio, de la estrategia gubernamental para
desviar al pueblo de la realmente importante. Todas esas cosas que yo estaba
pasando por alto para sumarme al carro de la algarabía común. Me habló entonces
de todos los proyectos políticos aberrantes aprobados durante los mundiales y
se preguntó cuántas leyes se estarían debatiendo justo en el instante en que
nosotros, alejados de todo eso, simplemente nos entregábamos a la celebración
por una causa frívola.
Eso es culpa de los gobernantes, le rebatí. Si no existiera
el fútbol, buscarían otra forma para conseguir lo que quieren por sobre
nosotros. Este es nuestro acto de rebeldía. Sabemos lo que hacen y lo que
buscan pero no por eso dejamos de jugar. En una sociedad como la nuestra,
acostumbrados a la segregación constante, es en este lugar donde nos volvemos
subversivos y le pasamos un gol a los que insisten en separarnos. No son ellos
los que nos engañan, somos nosotros quienes los engañamos a ellos al ocupar,
pese a todo, ese espacio de reunión que siempre nos han negado. Si no existiera
el fútbol, también nosotros buscaríamos otro ámbito de libertad para mirarnos a
los ojos y compartir un vino, un cigarro o un canto con ese desconocido.
Pasaron aún algunos minutos más hasta que lentamente la
gente fue regresando a sus casas y las calles volvieron a quedar vacías. De a
poco se fueron apagando los gritos, las bocinas de los automóviles, las luces
de los restaurantes. Y regresó el frío, y volvimos a quedarnos solos, con un
sonido agudo resonando en nuestros tímpanos como recuerdo de que en algún
momento hubo un ruido cercano. Y, después de un rato, sentados en una cuneta,
sintiendo de a poco el viento, las gotas que empezaban nuevamente a caer y el
silencio que nos devolvía al vacío, también nosotros partimos hacia nuestras
casas, otra vez en solitario, en espera de la próxima excusa deportiva para el
reencuentro.
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