lunes, 1 de agosto de 2011

La cultura pop como una de las bellas artes

Emilio B. Frosel



El arte actual es una parodia de sí mismo.

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Como es bien sabido, el presente título, menos provocador y atractivo, tiene como quizá único mérito el anterior trazo de Thomas de Quincey, El asesinato como una de las bellas artes, escrito entre 1827 y 1829.


En aquél, un crimen, cometido con enorme detalle y minuciosidad, conduce a un grupo de eruditos de la época a la admiración y al elogio. En la conferencia que de Quincey dicta para este grupo, la impúdica y burlesca Sociedad de Amigos del Crimen, el inglés hace notar, por medio de la parodia, un hecho esencial: el refinamiento explícito y progresivo de un acto tan vacuo como feroz, impune y execrable, como el asesinato. Dirá en un prólogo igualmente paradójico y audaz, no para apoyar sino para condenar y desarticular de antemano sus posteriores reflexiones, que, citando a Lactancio, “quien aplaude al asesino participa del asesinato”.





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Hay que convenir que no es de Quincey el que comete ese acto abominable. Lo ha hecho ya la misma sociedad del siglo XIX que se ha arrastrado a la parodia, un callejón sin salida: el repudio absoluto y el goce estético de la misma situación. La parodia y el oxímoron son sin duda dos de los elementos centrales de la cultura del arte en la modernidad y que agudizan y definen nuestra época. Podemos verla en el nacimiento de la poesía moderna de las manos del poète maudit (que exclamará: “¡hipócrita lector!, ¡mi hermano!”), como en la tradición de la belleza convulsa surrealista (para quienes the way era algún punto entre una máquina de coser, un paraguas y una mesa de disección) o el concepto de transgresión en los varios trabajos sobre el erotismo en Bataille.


Lo que quiero hacer notar aquí con dichas alusiones es que es posible observar una línea muy clara entre la parodia entendida aquí como complejización de las normas estéticas y oxímoron (consciencia de su “impúdica” constitución y contradicción como móviles operantes), y buena parte de la cultura artística que cruza todo el siglo XX y se desenvuelve y distribuye masivamente en nuestros días. El arte contemporáneo o actual es paródico, esto es, “impúdico y burlesco”, fundamentalmente complejo y contradictorio, e igualmente lo son prácticamente todos los elementos de la cultura de masas, con los que se entrelaza y confunde, dígase joyería, moda y vestuario, invenciones tecnológicas, el cine hollywoodense, los anuncios publicitarios, las marcas y sus productos, los deportes, la música pop. Diríase que la auto-parodia es un estatus crítico que permite ver la cultura pop como una obra de arte.


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Hago una invitación a asumir la siguiente parodia: la cultura pop es una más, una categoría más de las bellas artes. Una nueva forma en que no la belleza pero sí elementos bellos se muestran ante un receptor. Como antes el pastiche sobre el cine, ahora tenemos la invitación a decir, fácilmente pero sin riesgo a equivocarnos del todo, que buena parte de los ornamentos periféricos, fútiles y efímeros que llenan nuestras tardes y son al fin relevantes puentes de comunicación, desde la tele prendida en Los simpsons hasta el Facebook, la Copa del Mundo o la moda, son marcas distintivas en las que el hombre posmoderno relee y entiende, parodia de sí mismo e ideales desgastados, los rasgos vitales de la otrora obra moderna de arte.

A su vez, cada elemento de la antes llamada “alta cultura” hace suyos cada vez más los rasgos que en un inicio eran sólo característicos del producto y la cultura de masas; no sólo porque necesita participar del juego del mercado, sino porque, a través de éste, también puede reactivar su discurso y hacerlo de alcance más extenso. Todo aquel gesto relacionado con la cultura del arte se ve cada vez más forzosamente invitado a incluir elementos de la lógica del consumo o de la cultura pop, a riesgo de alejarse del mundo al que pertenece, de arcaizarse.

Independientemente de lo que a los géneros tradicionales del arte les ocurre en el momento presente, me gustaría enfocarme aquí solamente a la señalización de que la cultura pop, cuando alcanza un estado de complejización auto-paródico, y, por ello, contradictorio, o sea, no siempre, alcanza también un estatus como posibilidad estética, posibilidad de reflexión, admiración, al mismo tiempo de parodia crítica y cínica, riqueza significativa, y por ello puede leerse como un ejemplo más de lo que “logran” las bellas artes.

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Me gustaría desarrollar brevemente una de tantas fechas seguras en las que el “arte vaporizado”, arte en todos lados y en ninguno como lo define en El arte en estado gaseoso el analista francés Yves Michaud arte otro, reactualizado a través de la parodia, apareció como gesto acabado: el 15 de junio de 1965, la fecha de lanzamiento del sencillo Like a rolling stone.



Como todos sabemos, es una canción paradigmática que volvió compleja que reactualizó, por cierto, la misma parodia que ya señalaba hace tanto Thomas de Quincey la estructura entonces imperante de la música pop. Fue un sencillo que extendió la medida tradicional de 2.30 a 6 minutos, trasgredió la limitada temática usual y desplazó la lírica al centro del contenido discursivo, a despecho un tanto del cambio de ritmo y la melodía. El resultado lo conocemos también: no sólo alcanzó el número uno de popularidad en el Billboard, sino que el intérprete, entonces un chaval de tan sólo 24 años que admiraba las canciones folk

de Woody Guthrie y había leído alguna vez a Dylan Thomas, era para unos un reputado genio y para otros, un mediocre intérprete de música de protesta que se había vendido.



No es del todo ni lo uno ni lo otro. El suceso de Like a rolling stone

es tanto un hecho de la fortuna y Dylan un juguete de las moiras, críticos y fans, como una canción a pulso y conciencia trazada.



Si se me permite la observación, que no profundizaré aquí, Dylan obviamente no desea cambiar el estatus del rock a música de culto con contenido artístico, sino simplemente sabe que no puede pasar toda la vida cantando Blowin`in the wind, a la espera de que la mesa de disección (para reusar la frase de Lautréamont) haga el resto. Antes que la obra de un genio, genio en el sentido moderno, como Bach, Beethoven o Goethe, es más bien el nacimiento de un momento especial en la cultura popular, momento de oxímoron y parodia, donde se entrelazan con fuerza, y para ya no soltarse, el arte con la producción y la cultura de masas.






A partir de esa y otras fechas, la obra de arte se hizo dúctil a cualquier objeto, cuando es animado a su complejización: se extiende al stencil y al tatuaje, a la caricatura y a la arquitectura a gran escala, a la coreografía y al deporte de conjunto, al cine de acción y a la guitarra distorsionada, a la comida y al desfile de modas, y, se ha convertido en uno de los discursos más efectivos, de mayor distribución y más influyentes de la historia del arte.


Al radicalizarse al extremo la complejidad de las manifestaciones culturales, como ocurre en nuestro siglo XXI, estamos ante el hecho de que cada una de las actividades del ser humano puede convertirse, para bien y para mal, con una pequeña ayuda de las moiras, críticos y fans, en un momento de portento y milagro, en un invitado más a la desde siempre paradójica fiesta de las bellas artes. En estas épocas apocalípticas y futuristas, una red que acoge un balón es, en efecto, más bella que la Victoria de Samotracia. La única diferencia entre un empaque de refresco y el arte es que uno está siempre demasiado cerca, el otro, siempre demasiado lejos.









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